Las emociones por las que más nos dejamos llevar son el amor y el odio. Ambas, aunque completamente opuestas, tienen un aspecto muy importante en común: la intensidad con la que nos hacen vivir y sentirnos vivos, y no hay mayor deseo del ser humano que el de querer sentirnos vivos.
Es por ello que las políticas de todos los tiempos, en mayor o menor medida, apelan a las emociones intensas para captar nuestra atención y fidelizarnos con una determinada ideología de una manera proporcional al efecto con que esas emociones profundizan en nuestros principios.
Entre el amor y el odio para divulgar doctrinas es escoge el odio. Y, ¿por qué se escoge odiar? Pues porque el odio divide y debilita a la población; porque el odio entabla guerras de poder; porque el odio se retroalimenta y fomenta más odio, intensificando más la emoción y uniendo más a los que odian lo mismo. El odio, además, es egocéntrico y eso está de moda hoy en día por el fomento del individualismo. Odiar es fácil y simple mientras que amar implica entender a los demás. A los políticos con discursos llenos de odio les conviene una masa de personas simples y retrógradas que simplemente odien. Y cuanto más odio proyectan, más simples y retrógrados son sus seguidores.
Ese halo de odio hacia todo aquello que no convenga al conservadurismo está concentrado en una imagen que colgó VOX hace un tiempo en twitter. La idea principal que se capta es la guerra. Una guerra que la emprende solo un hombre contra todos aquellos colectivos o grupos que, no es que sean puramente contrarios a ellos, sino que constituyen una amenaza desestabilizadora hacia la figura del “macho español dominante”. Aquel que hasta hace unas pocas décadas tenía la hegemonía social; aquel que gobernaba, tenía protagonismo familiar y libertad, cuyas cualidades masculinas eran aclamadas y necesarias para el correcto manejo de las cosas.
Verdaderamente, el símbolo de los atributos masculinos daba poder y comodidad de actos a los que los poseían, mientras que el resto de la población: mujeres, niños y “débiles” debían someterse, y en eso se basaba el buen funcionamiento de nuestra España.
En cambio, en estos tiempos están apareciendo con fuerza colectivos que reclaman su parte en la sociedad, cuya presencia desata miedo y celos entre aquellos que hasta ahora ostentaban toda la tarta de los privilegios. Miedo a que las mujeres feministas se empoderen y compitan, miedo a que los inmigrantes les quiten oportunidades que ofrece el país y miedo a que los homosexuales les quiten protagonismo. Y, por supuesto, miedo a que los medios de comunicación y otras ideologías les tumben el chiringuito.
Pero he de decir que los ultraderechistas también aman a todos éstos que dicen querer acabar con ellos. Necesitan de los “débiles”, de los “inmorales” y de los “delincuentes”. Porque no hay gobernante sin pueblo sumiso al que gobernar, no hay personalidad fuerte si no está rodeada de personalidades débiles, y no hay santos si no hay culpables. Es decir, todos somos necesarios.
Quieren a las mujeres, aunque éstas tengan la debilidad de denunciar a los hombres si lo consideran oportuno a su antojo, pero las quieren sometidas para que les sirvan en sus casas y traigan hijos a la madre patria española negándoles el derecho a abortar. Quieren a los inmigrantes para cargarles las culpas sobre crímenes de violación y maltratos y el aumento de la miseria y precariedad en el territorio español. Y quieren a los homosexuales para imputarles la culpa sobre toda la inmoralidad y falta de sentido común que hay en la sociedad.
En resumidas cuentas, el público objetivo que busca la ultraderecha y que encaja con todo aquello que odia y ama expuesto en este artículo es únicamente “el macho español indignado”, un grupo cada vez más reducido que tiene por bandera la indignación hacia todo aquello que antes no existía y que ha venido a complicarle la vida. Indignado por el avance en la pluralidad y en la defensa de los derechos de todos e indignado por tener que compartir su hasta ahora territorio.