Revista Cine
Los problemas crecen.
Hay películas que se inspiran en sus efectos especiales, e incluso hay cineastas que consagran su carrera a ellos, pero Bert I. Gordon es toda una singularidad por la dedicación que ha demostrado a un único y deslucido efecto especial; la retroproyección. Un burdo trucaje con el que ha abordado de manera insistente un subgénero que, si me permiten el juego de palabras, le viene grande; el gigantismo. Dinosaurios, cíclopes, saltamontes, tarántulas e incluso gallinas de gran tamaño, pueblan una filmografía con tendencia a los excesos y que le ha ganado el apodo de «Mr. Big», un mote que puede hacer referencia tanto a sus iniciales como a su interés por los monstruos agigantados. En El pueblo de los gigantes Bert I. Gordon afronta su temática habitual, la de los bichos con problemas de crecimiento, y la mezcla con las películas playeras de la época, en lo que viene a ser una desinhibida antología del cine juvenil de los 60’s. Probablemente la película también se podría haber titulado «El ataque de los adolescentes de 50 pies» o «Yo fui un gigante adolescente».
La mecánica del filme queda bien establecida desde la primera escena, en ella un coche conducido por un grupo de jóvenes de la gran ciudad se ha estrellado contra un poste de teléfonos a causa de una tormenta, pero no hay ningún herido. Los chicos salen del auto en un estado de euforia que les dudará todo el metraje; gritan, bailan, beben cerveza y se lamen los unos a los otros bajo la lluvia, mientras en la radio suena una melodía pegadiza a todo trapo. El desenfreno yeyé deriva hacia una lucha en el barro donde todos participan, en lo que viene a ser una celebración hedonista de su estupidez y juventud. La secuencia nos plantea al menos tres cuestiones clave: 1) ¿qué sentido tiene todo esto?; 2) ¿cómo cabía toda esta gente en un solo coche?; y 3) ¿hasta cuándo pueden alargar esta escena? Como tanto despropósito puede generar altas dosis de desasosiego en el espectador, conviene echar mano de la infinita sabiduría de Homer Simpson, que en una ocasión parecida dijo: «Es una fiesta Marge, no le busques lógica.»
La historia [sic] continúa en un pueblo cercano, donde un niño se divierte con su juego de química. El chaval al parecer es todo un genio, tiene el sótano lleno de probetas humeantes y sin querer provoca una explosión, lo que en argot cinematográfico equivale casi a un doctorado en ciencias. El resultado del estallido es el «goo», una pasta rosada capaz de aumentar el tamaño de quien la ingiere, los primeros en comprobar sus asombrosos efectos son un gato, un perro y un par de patos. El filme sostiene la idea de que si un perro haciendo monerías encandila al público, un perro que es cuatro veces su tamaño normal encandilará al público el cuádruple, un argumento que la película defiende sin sonrojarse. Lo siguiente que sucede tiene que ver con los patos, que huyen y se cuelan en un guateque donde The Beau Brummels, una banda de pop-rock con cierta repercusión a mediados de los 60’s, toca música en directo. La trama no está dispuesta a dejar escapar la ocasión de mostrarnos un número de baile, así que mete en la pista a un par de patos gigantescos.
A partir de aquí hay diversas escenas que tienen que ver con las tentativas de los chicos malos de la ciudad por hacerse con el «goo», hasta que finalmente logran su cometido y adquieren un tamaño desproporcionado. Beau Bridges, el hermano de Jeff, interpreta a uno de los hiperbólicos adolescentes, y un jovencísimo Ron Howard, el futuro director de Un, dos, tres... ¡Splash! (1984), Willow (1988) o El Código Da Vinci (2006), da vida al pequeño genio que inventa el «goo». Pero el actor con una carrera de mayor éxito en el filme, es sin duda Orangey, el gato. Este minino ya había llevado a cabo un papel similar en El increíble hombre menguante (1957), pero también ha intervenido en películas como Esta isla, la tierra (1955) o Desayuno con diamantes (1961), además de ser el único gato que ha ganado dos veces el premio Patsy, la versión animal de los Oscar. Lo que lo convierte en algo así como el Jack Nicholson del mundo felino, supongo.
El pueblo de los gigantes toma prestada su premisa de una novela de H.G. Wells, pero cualquier rastro de El alimento de los dioses se diluye en una orgía de psicodelia yeyé y fantasía naïf. El filme parece un producto hecho a medida de los autocines de la época, y ofrece básicamente gigantismo, humor, chicas en bikini, largos números musicales y algunos colosos con las hormonas descontroladas, mientras la trama trivializa sobre el conflicto generacional, la angustia adolescente y la rebeldía. Al final, lo que queda, es la inevitable lectura que se obtiene del «goo», entendiendo esta sustancia química como una alegoría inversa de las drogas, ya que el subidón anímico que habitualmente se relaciona con ellas, aquí se materializa en un estado corporal excedido. Algo que, si lo piensan bien, tiene su miga. Para terminar, un detalle, es posible que el tema principal de la banda sonora compuesta por Jack Nietzsche les suene de algo, ya que recientemente Quentin Tarantino lo ha incluido en Death Proof (2007).
La frase: «En esta ciudad, por primera vez en mi vida, soy de veras un gran hombre, en todo el sentido de la palabra.»
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