Junichirō Tanizaki, Siruela. Trad. María Luisa Balseiro y Ángel Crespo.

El puente de los sueños es el título del último capítulo de La historia de Genji y el nombre de un libro que Junichirō Tanizaki escribió entre 1910 y 1934. Son cinco relatos: El tatuador, Terror, El ladrón, Aguri y El puente de los sueños. Los reseñistas dicen que el mejor es el último: porque con él Tanizaki demostró que no estaba tan embebido por la escritura occidental y que no había olvidado la parsimonia, paisajes y temas propios de la escritura japonesa; con él, dicen, Tanizaki supo volver a Genji y a la idea de que la vida no es más que una serie de sueños unidos por el puente de la realidad. Quizá sea cierto.
Pero hay más en ese libro y en los otros relatos. En El ladrón, por ejemplo, unos amigos están conversando sobre el amor y pasan rápido a preguntarse cuál sería el crimen que nunca se permitirían cometer. Todos coinciden en que nada más punible que el robo, el robo a un amigo, porque implica algo más vil incluso que el asesinato: la traición. El tatuador nos lleva a la “época en la que los hombres rendían culto a la noble virtud de la frivolidad”; Seikichi, virtuoso tatuador, tiene una obsesión: completar la belleza de una mujer, elevarla, tiñendo su piel. La belleza de ésta no podía ser sólo física, buscaba una mujer virtuosa. Algo parecido al hallazgo sucedió cuatro años después: junto a un restaurante vio un pie desnudo de mujer, y convencido de que las partes contienen las propiedades del todo, supo que un pie así: perfecto, hermoso, noble, diseñado para pisotear al resto de los hombres, sólo podía pertenecer a la mujer que buscaba. Lo perdió, no obstante, y sólo un año después la virtuosa llegó a su puerta por azar. La técnica que Seikichi usaba era especialmente dolorosa, pero Seikichi necesitó de muy poco para convencer a la muchacha de que el tatuaje la revelaría y la elevaría ante las otras, y quizá sea por eso que la escuchamos decir: “Puedo soportar cualquier cosa por la belleza”.
