L e costó a la Guardia Civil resolver el asesinato de un concejal de Llanes, que fue decretado a distancia por un marido despechado. La víctima llevaba años refocilándose con una exnovia que ya era la esposa de otro, hasta que ese otro descubre el engaño y se le inflan los belfos. Así que agarra y contrata a dos sicarios para darle al pichabrava asturiano un palizón -según afirma su abogado-, pero es que los sicarios los carga el diablo y lo que le dan es matarile definitivo.
La misma tarde de autos, el cornudo contratante le envía un mensaje telefónico al concejal adulterino, un mensaje que sorprende por su lacónica expresividad. No lleva palabra alguna, ni siquiera un emoticono: es simplemente un punto. El punto de todo está dicho y no hay más que hablar. No un aviso, sino una constatación: el punto de sanseacabó. No puedes decir 'anda, chaval, vete dando grasa a las botas'' con más economía lingüística y menos gasto ortográfico. Deberían darle el Nobel a la concisión.
Al punto del punto llegan los operarios de la subcontrata y ejecutan el procedimiento (chapucero pero eficaz) que conduce al edil llanisco ante el Altísimo con cierto rigor mortis. Habrá entendido la contundencia sardónica de un mísero punto en materia de infidelidades.
Pues bien, a las tertulias políticas de la radio yo les he prescrito la misma medicina, pero sin asesinos a sueldo ni alerta-mensajes. He suspendido radicalmente la escucha de todas ellas, sin que merezca la pena subrayar las emisoras ni mencionar a sus directores, pues he silenciado a todas y a todos, como dice el vulgo en plan melindre. ¡Qué hartazgo de oír lo que ya sé que voy a oír! Cacarean lo que se espera de ellos los mismos que se turnan para decir lo mismo. Punto.
Les he sustituido de golpe por RNE Clásica, donde buenos locutores, en distintas franjas horarias, me van susurrando lecciones del barroco al jazz. Y me enseñan cosas que seguramente no me son imprescindibles, pero resulta que mudan mi enfoque del mundo, lo cual ya no logra ni el más verborreico de los cantamañanas politiqueros.
Oigo que Haydn estuvo en el top-two de los músicos más apreciados por los oyentes acomodados del siglo XVIII. Y oigo una de sus muchas composiciones para baritón, un instrumento en desuso constituido por unas cuerdas para frotar con el arco y otras cuerdas para pulsar a dedo. Algunos dicen que cayó en desgracia por la dificultad de tocarlo, pero a un servidor le suena pesadote y mortecino, un vehículo mal avenido con la gracia de Haydn.
Y mientras los tertulianos desentrañan la estrategia de Rivera -por decir algo- y el cerebro de Sánchez -que ya es decir-, me da por reflexionar sobre cómo Radio Clásica ha cambiado mi percepción de varios instrumentos. He llegado a la conclusión de que el órgano, con su teatralidad tonante, me provoca un malestar que se define con un solo vocablo: barullo. No era de mi particular agrado, pero ahora ya está alineado con el desagrado, y supongo que ese sentimiento es lo que sepulta a los estilos musicales, a los instrumentos y a sus intérpretes: una vez sonaron bien, pero acabaron saturando al respetable ¡y punto!
Sí me emocionaba, mucho y para bien, el violonchelo. Ocurre, sin embargo, que ya no me es tan placentero como solista; para mí que se arrima peligrosamente al arcén (al barullo) y se me hace más luminoso en compañía de otras cuerdas y, sobre todo, del piano. Justo lo opuesto me ocurre con la trompeta. Me repelía su tonillo imperativo, como de soberbia fuera de lugar. Sin embargo, Radio Clásica me ha lijado una costra de ignorancia y todos los días espero que retransmita algo de trompeta barroca. Albergo la convicción de que la DGT impondría menos multas si financiase esos conciertos con la partida de Orden Público.
Bien mirado, ¿para qué nos conectamos a un libro, a un medio audiovisual, a una conferencia, incluso a una tertulia? En principio y teoría, para que nos desembaracen los ojos de legañas y nos limpien las orejas de prejuicios. Nos conectamos para que nos alejen la raya del horizonte y por el camino nos refresquen con un zumito de cultura. Lástima que a menudo incurran en el más soez de los pecados: aburrir a las ovejas y difundir la planicie mental con nefasta reiteración. Hombre, no les voy a mandar unos mafiosos, pero un punto sí. Cambio seis tertulias mohosas por un Haydn a la trompeta, y que rasquen el baritón mientras les entra el guasá del punto.
¿De verdad quiere que yo oiga toda esa música?, me preguntará algún lector. Veamos: el preludio del drama wagneriano 'Tristán e Isolda' es una maravilla de contenido lirismo y amable misterio, y deseas que no se acabe nunca porque tiene la textura sabrosa de un sueño donde todo es bello y benéfico. Sin embargo, el primer acto lo ocupan los gritos, quejidos, lamentos, hipidos, lloriqueos y enfados de una Isolda agudamente histérica e insoportable, una especie de Elisa Beni en pleno delirio. Te figuras a Isolda encerrada en la mazmorra del dragón, esperando que el heroico Tristán la libere, pero rezas para que no se la lleve a casa, pues te duele que el desgraciado se convierta para siempre en Tristón.