Revista Cultura y Ocio
Que no, que no es cara, nunca es cara. Incluso siéndolo, en cierto modo, no puedo aceptar que digan que es cara. Porque a veces es cara, claro que sí, muy cara en ocasiones, pero al final resulta barata. Todo es ponerse a echar cuentas, a pensar un poco. Por cara que sea, la cultura sale bien de precio. Un disco de Britten despachado en diez euros, piezas dirigidas por el propio autor. El otro vi en una gran superficie una caja de tres compactos de Bill Evans en París. Doce euros, de verdad. Barata. Cuatro euros el compacto y un libreto interior con fotografías. Sé eso porque lo tengo en casa. A mí me costó más, pero nunca he pensado en eso. Más cuentas: con un euro tienes 10 minutos de Bill Evans. Yo tardo en tomarme un café en un bar esos diez minutos. Un poco más si hay conversación y puedo echar un cigarrillo mientras lo consumo. Con la literatura pasa lo mismo. ¿A cuánto sale el minuto de Javier Marías en Así empezó lo malo? Sale a tres céntimos la página. Acepto quien no convenga conmigo este razonamiento estrictamente económico. A lo que he visto, no dejo de comprobar que quien no escatima gasto en librerías, cines o tiendas de música, por no decir museos, catedrales o conciertos, es más feliz y exhibe esa felicidad de un modo más apreciable que quien no ha hecho ninguna de esas cosas y, pudiendo, teniendo con qué pagar, no ha pisado una librería, un cine o una pinacoteca. Lo que duele es que, aun barato, no lo sea más. Porque hay quien no puede gastar tres céntimos en Marías o cinco en Nabokov. Gente que privilegia otros asuntos que probablemente desbanquen a la cultura en ese concepto difuso llamado primera necesidad. ¿Lo es leer a diario? ¿Es posible que algún día las librerías sean de verdad lugares rentables? ¿Lo son las tiendas de discos o los videoclubs o los museos? ¿Es caro el cine? ¿Por qué lo abaratan una vez al año en la muy publicitada Fiesta del Cine, ven que funciona de maravilla y luego vuelvan a poner los precios que suelen? Quizá ahí dé mi brazo a torcer y sostenga que ir al cine es caro. A lo mejor resulta que los 6 céntimos el minuto (por ahí puede ir la cosa) no induce a volver. O el regreso es al mes. No hay gobierno que le ponga el cascabel al gato del IVA. La cultura no puede difundirse si hay lucro con ella. La rentabilidad de la cultura, el lugar en donde confluyen arte y negocio, inteligencia y mercado, belleza y caja registradora, es uno de los asuntos a los que el ejecutivo de turno (nosotros llevamos el tiempo suficiente sin gobierno como para dudar de que a este paso lo haya en alguna ocasión) debería dedicarle tiempo. Quizá un pueblo más culto, más leído, de más querencia por la ópera o por el ballet o por el teatro griego, por pensar en algo, sea también un pueblo más sensible, con mayor inclinación a la responsabilidad y a la eficacia, al placer de dejarse fascinar por todo lo que la cultura ofrece. Nos conformamos con ser entretenidos: hay quien se esmera en que ese entretenimiento de baja gama (Telecinco me viene a la cabeza) impida que deseemos indagar y acceder a contenidos de más fuste. Cuánto más ve uno bazofia, más la anhela. La solución no está en las cadenas privadas: hacen bien en ofrecer los productos de éxito asegurado, los que no precisan una formación intelectual (o moral) alta. Gastar dinero en cultura es una inversión. Lo es en muchos sentidos. Me moriré sin ver a nuestra bendita televisión (da igual el canal) ofreciendo cine en versión original, convenientemente subtitulado. Pequeños pasos. Logros no inmediatos. Pero vamos deprisa. Es la velocidad la que hace caja. La lentitud no es rentable. El que piensa, como decían Les Luthiers, pierde.