Revista Cultura y Ocio
Mi reiteración no es más que un lastimoso veredicto y pone fecha a la inconcreción de lo que escribí sobre que los quioscos «pronto serán tan solo un recuerdo». Mi quiosco irreductible ha cerrado por voluntad propia. No pudieron con él en noviembre y en los primeros días de enero se vio venir lo peor después de veinticuatro años —de los que he vivido dieciocho— que han terminado con un motivo falaz que me hizo creer que este final no era más que un merecido descanso. Aunque hace más de una semana tanto B. como G. me contaron que la situación era insostenible, y que habían decidido cerrar y jubilarse, la constatación de todo la viví esta mañana en una escena distópica. Al volver del paseo con mi hijo y sus perros cerca del Olivar Chico de los Frailes y de comprar mis periódicos a mi nuevo proveedor (P.), en una plaza vacía y espectral, un conocido vecino recogía en algunas bolsas junto a G. lo que B. les daba desde el interior del quiosco. Estaban sacándole las entrañas. Me saludaron todos como el que pide ayuda y me acerqué a preguntar. Entonces, G. me dijo algo que yo voy a traducir como «Alea iacta est», y, mientras hablaba enigmático de dos colores y de la Guerra Civil, comenzó a pasarme libros y deuvedés de colecciones como El franquismo año a año. Lo que se contaba y ocultaba durante la dictadura, de la «Biblioteca El Mundo», o como «Grandes Autores. Biblioteca de Literatura Universal» de El Periódico (Steinbeck, Cabrera Infante, Vázquez Montalbán, Delibes, Truman Capote…), algunos con un trocito de papel pegado con el precio (1 €). Ahora me duele la espalda por haber recorrido la poca distancia desde el quiosco hasta casa con tanto peso en los brazos. Al poner sobre la mesa del salón parte del botín me pareció estar ante las vísceras de un cadáver todavía caliente; y ahora creo que es justo que yo las tenga aquí para consumo propio. Mañana le contaré a P. lo de B. y G.