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Hospital universitario Ramón y Cajal, Madrid.
Hace tiempo que, desde estas humildes páginas, quiero brindar un merecido homenaje al centro hospitalario Ramón y Cajal (Madrid), que es el que a mi familia y a mí nos corresponde gracias (y nunca mejor dicho) al reparto territorial del Servicio Madrileño de Salud. Y me estoy refiriendo ahora tan sólo al hospital en sí, no a la pléyade de centros de atención primaria ni de especialidades que de él dependen.
Acudir a un hospital nunca implica nada bueno, pues señal es de que nuestra salud, o la de algún ser querido, anda en entredicho. Con todo, acudir al Ramón y Cajal es la vivencia sanitaria menos traumática, cuando no la más agradable, que he podido experimentar a lo largo de mi historial médico. Desde el primer día que puse allí un pie, y cada vez que, más adelante, me he visto obligado a acudir allí, me ha cautivado la asombrosa amabilidad de todos los empleados con los que he podido tratar: desde el personal de la limpieza, pasando por enfermeros, auxiliares, administrativos y técnicos, hasta los médicos y profesionales de más consideración. Y esta misma impresión la comparten, en idéntico grado, cuantos familiares o conocidos han pasado también por allí: el Ramón y Cajal es, con diferencia, el hospital de mejor atención y más humano trato al público y a pacientes; hasta el punto de que no parece de esta España nuestra, tan llena de funcionarios y laborales, escurridizos o malhumorados. Y este es, tal vez, el mejor elogio que pueda hacerle yo a alguien o a algo: que no parece español. Cuando acudo al Ramón y Cajal se me antoja estar en el más educado y cívico de los países escandinavos, Finlandia o tal vez Islandia.
Y es claro que esta amabilidad no puede atribuirse a la casualidad. Es estadísticamente imposible que en un mismo centro laboral, con miles de empleados, trabajen sólo personas amables por pura coincidencia. Este fenómeno no puede deberse más que a la voluntad y excelencia de un grupo de directivos o, tal vez, a los de un único responsable. Ignoro quién pueda ser esa persona, pero desde mi insignificancia hacia su anonimato quiero decirle, con toda mi admiración: muchas gracias y enhorabuena. Del mismo modo, mis más cálidas felicitaciones a todo el personal del Ramón y Cajal que, siguiendo las enseñanzas o recomendaciones -acaso las órdenes- de tan meritorio responsable, hacen, con su amabilidad y buen trato, mucho más fácil el difícil tránsito de cada paciente por su individual rosario de enfermedades.
Aprovecho el artículo para hacer también honorable mención al servicio de reclamaciones del Ramón y Cajal. En dos ocasiones he considerado necesario (o me he visto obligado a) interponer sendas reclamaciones por mala atención o servicio no en el hospital, sino en alguno de sus centros periféricos (atención primaria, especialidades, gestión de citas, etc.), y en ambas ocasiones han atendido mis quejas con exquisita puntualidad y eficacia. Mi enhorabuena y agradecimiento también a los responsables de este servicio.
Sirva de ejemplo el hospital universitario Ramón y Cajal a otros centros hospitalarios españoles (sobre todo a la sanidad extremeña, aún inmersa en el más primitivo caciquismo) y, de paso, también de ejemplo para casi todas las demás administraciones españolas, cualquiera que sea su ámbito. Si hubiese más trabajadores como los del Ramón y Cajal, la vida cotidiana de los españoles transcurriría con notable mayor suavidad.
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