La propuesta de Alonso me recuerda que cuarenta años después de aprobada la Constitución aún no se ha puesto fin en este país a la promiscuidad entre los ámbitos religioso y civil y que lo del Estado aconfesional no es más que un concepto vacío de escasos efectos prácticos. Sin detenernos ahora en la enseñanza de la religión o en los impuestos que no paga la Iglesia Católica, ya lo ponen de manifiesto con excesiva frecuencia las procesiones escoltadas por compañías militares; por no mencionar las presididas por alcaldes y concejales, las peinetas de Cospedal en el Corpus de Toledo, los funerales de estado presididos por obispos y la jura de la mismísima Carta Magna ante un crucifijo. Resabios de un nacionalcatolicismo cutre del que no terminamos los españoles de liberarnos del todo y con los que la práctica totalidad de los representantes públicos no parecen sentirse muy incómodos. De manera que si el ex ministro del Interior Fernández Díaz no tuvo nunca empacho alguno en condecorar de forma reiterada a alguna virgen de su devoción como la de los Dolores, lo que hace Carlos Alonso no es más que ser fiel a la vieja y acreditada tradición patria de entronizar vírgenes y santos al frente de instituciones civiles. Que los ciudadanos a los que se debe y representa el cabildo comulguen o no con las creencias religiosas del presidente, que sean católicos, protestantes, musulmanes, budistas, ateos o agnósticos, no parece que sea asunto sobre el que Carlos Alonso se haya parado mucho a pensar. Lo más peligroso que tienen estos arrebatos de éxtasis es que se empieza nombrando presidenta de Honor del cabildo a la virgen de Candelaria y se acaban organizando novenarios y romerías para que llueva o se solucionen los atascos de tráfico. Aunque ya puestos a nombrar presidente de Honor Plenipotenciario a alguien con muchos poderes para resolver lo de las carreteras, sería mucho más práctico inclinarse por San Mariano.
