Osasuna 2 - 2 Real Madrid
Que Osasuna empate en la misma temporada con el Barça y el Madrid es un hecho prodigioso que no encuentra explicación ni en el más allá ni en la magia conocida. De manera que sólo cabe recurrir al fútbol. Sin recursos económicos, sin jugadores descomunales y sin sucias artimañas, Osasuna sólo tiene una escapatoria: jugar bien. Eso hizo contra el Madrid, discutirle la pelota. Incluso más que eso: ganarle la discusión. Hay equipos que sólo flotan si se agarran al balón y hay entrenadores que lo saben, Javi Gracia, entre ellos.
Así, básicamente, fue como Osasuna le arrebató un punto a un equipo lanzado. Contra la lógica de los números y de las apariencias. A los cinco minutos pareció que el Madrid ganaría fácil, tal era su dominio. A los diez dio la impresión de que ganaría pronto, vistas sus ocasiones, y al cuarto de hora tuvimos la certeza de que la ficha se nos quedaría corta para tantos goles. Sólo en eso acertamos, en los saques de centro.
En el minuto 15 el partido dio un volantazo: Oriol Riera marcó. Fue un cabezazo letal para culminar un pase con exterior del pie del lateral derecho, Marc Bertrán, hoy Cafú. La jugada hubiera sido aplaudida en el Madrid y en Osasuna exige genuflexiones varias: verticalidad, toque y precisión. Todos los atajos posibles.
El visitante no lo tomó como un aviso, sino como un accidente. Digamos que no se incomodó demasiado, había tiempo y había Cristiano. Sin embargo, la primera interferencia llegó muy poco después, cuando Modric reclamó (con razón) un penalti de Arribas, que probablemente hubiera supuesto la expulsión del central (por segunda amarilla). En ese instante el Madrid debió entender que el destino le hacía la cobra, que sería difícil, que habría que aplicarse y exprimirse, que las musas no querían.
El partido se enfangó y se llenó de ruido. De cada salto entre dos caía un jugador con algo clavado en el cuerpo, codo, punzón o cimitarra. Aquello desestabilizó más al Madrid, que no había venido vestido de comando. Entonces el árbitro se puso a enseñar tarjetas en defensa propia, algunas veces por sorteo. Marcelo se libró de la roja por pisar a Cejudo y Ramos vio una amarilla por una falta inexistente.
De pronto y sin anunciarse, volvió a marcar Osasuna. Damià cabeceó y el rechace de Diego López salvó a su equipo durante décimas de segundo, hasta que apareció otra vez la cabeza de Oriol Riera, séptimo gol en el campeonato, 18 con el Alcorcón el pasado año, buen delantero.
Para el Madrid, el desastre fue en cadena. Ramos vio la segunda amarilla por soltar innecesariamente un brazo, y aunque aquello tal vez no quiso ser un codazo (sólo un gesto disuasorio), lo fue. Llegados a este punto podemos afirmar que a Ramos no sólo le persiguen los árbitros o la mala fama, también la estadística: 18 rojas con el Madrid.
Si la primera mitad resultó inesperada, la segunda lo fue aún más. Osasuna siguió atacando, convencido de que echarse atrás era morir. Entretanto, Ancelotti fallaba en los cambios. Retiró a un mal Bale para incluir a un abúlico Di María (si dices que te vas es porque ya te has ido); Xabi pasó a ser central. Luego metió a Nacho por Modric para liberar a Xabi. Y por último retiró a Isco, gol y asistencia, para dar paso a Jesé.
La cosa se calentó aún más. Gato Silva fue expulsado tras ver dos amarillas en cuatro minutos (merece sanción y galeras) y el Madrid empató gracias a un cabezazo de Pepe, que tiene tanto talento como sobreexcitación natural. Sin embargo, no hubo asedio madridista, ni ingenio suficiente para doblegar a un buen rival en diez largos minutos. Osasuna resistió y mostró al mundo el significado de la palabra equilibrio, la favorita de Ancelotti: atacar sin descubrirse y defender sin condenarse. En resumen: agarrarse al balón para seguir flotando.