Revista Opinión
Son soberbios nuestros intelectuales patrios cuando se les lleva la contraria o, más grave aún, cuando se les critica. No aceptan que se les descubra una ligereza cuando ellos sólo expresan ideas contundentes y, por supuesto, absolutamente irrefutables. Las suyas, sus opiniones, sean las que fueren y versen de lo que sea, son verdades como puños y no admiten el error, ni siquiera el disenso. Nuestros líderes de opinión atinan siempre con lo cierto y los demás, los que mantienen puntos de vista distintos, andan equivocados. Además, forman una piña tan corporativista como la de los médicos, que no podrán verse ni aguatarse en privado, pero en público se cuidan de cuestionarse entre sí y de señalarse con el dedo. A lo sumo, nuestros prolíficos líderes de opinión se mandan indirectas e insinuaciones adobadas con la mejor de las intenciones, la constructiva. Es fácil que así sea porque atraen a legiones de seguidores ávidos de leer sus columnas, escucharlos por la radio o verlos por televisión. Y están acostumbrados –muy mal acostumbrados- a que sus comentarios sobre cualquier asunto reciban el aplauso mayoritario de la concurrencia. Pero a veces, más veces de lo que creemos y podamos distinguir, se equivocan. Se equivocan de cabo a rabo, sin que sean capaces de manifestar una disculpa. Se consideran infalibles y se comportan como dioses. Son nuestros intelectuales y su función es orientar a la gente, dictarles lo que deben pensar sobre cualquier cosa y crear estados de opinión en la población, en esa porción nada despreciable de la ciudadanía que los sigue a través de los medios de comunicación y confía en ellos y en su trabajada reputación.
Por eso ha causado cierta controversia un libro que los pone a parir y, como es natural, ha levantado ampollas entre los aludidos. Se trata de La desfachatez intelectual, del profesor de Ciencias Políticas Ignacio Sánchez-Cuesta, quien se permite citar por su nombre a lo más granado de nuestras lumbreras de opinión y les echa en cara la falta de rigor y la pobreza argumental que exhiben en muchas de sus aportaciones al debate público. Y lo hace extrayendo ejemplos que causarían rubor entre los afectados si no estuvieran endiosados, algunos de los cuales han replicado como se esperaba: considerando un ataque personal verse incluidos en esta obra y respondiendo con ofensas e intentando denigrar a su autor, no rebatiendo con argumentos la crítica de la que son objeto. Responden movidos por la pulsión emocional y no con el razonamiento, confirmando así la tesis del libro: personas a las que se les reconoce “inteligencia y conocimientos portentosos” se atreven a pontificar desde las atalayas de sus tribunas sobre cualquier asunto ajeno a su especialidad sin el debido respeto a los datos y los hechos ni la esperable coherencia en el razonamiento. Se trata de una lista breve, pero escogida, de escritores e intelectuales que suelen enjuiciar en los medios la actualidad económica, política y social desde la autoridad que les confiere su prestigio profesional y académico. Según el autor el libro, son “intelectuales que han interpretado el reconocimiento público que reciben por su obra literaria o ensayística como una forma de impunidad” con la que abordar cualquier tema. No les niega el derecho a intervenir en la esfera pública, pero les exige, precisamente por su sobrada reputación, que ofrezcan una contribución fundamentada, empapada de conocimiento, y no una conversación de casino o barra de bar. Y nos rompe el alma al descubrir la desfachatez con la que autores de nuestra predilección, que suponíamos faros que iluminaban nuestra reflexión y erradicaban nuestra ignorancia, se dejan llevar por la superficialidad, la vaguedad y los lugares comunes cuando opinan de asuntos que no dominan o de los que no son expertos. Personalidades de renombrado prestigio, como Fernando Savater, Antonio Muñoz Molina, Félix de Azúa, César Molinas, Jon Juaristi, Luis Garicano, Javier Cercas, Mario Vargas Llosa, Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte y Juan Manuel de Prada, entre otros, algunos de los cuales digieren mal que se les critique abiertamente y de manera fundada.
El último intelectual en mostrar su rebote emocional por ser cuestionado ha sido el filósofo Fernando Savater, a través de su columna en las páginas del dominical de El País, bajo el título “A mi inevitable enemigo”. Es verdad que de Savater se hace un detallado muestrario de sus opiniones sobre el problema del terrorismo vasco, en particular, y del nacionalismo en general, para ilustrar la “inversión ideológica” de una autoridad que no duda en descalificar a quien no comparta todos sus virajes ni comulgue con sus ideas (las últimas, no las de antes). Sánchez-Cuesta pone ejemplos, contrasta las distintas posturas mantenidas por el pontífice de la opinión y argumenta las críticas enlas que resalta el poco rigor, la falta de preparación de los temas y la simpleza con que se elaboran unos supuestos análisis políticos o sociales que no aportan nada nuevo y que se caracterizan por ser una “mezcla de frivolidad y prepotencia en la forma estilística”.
Pero, en vez de refutar punto por punto y con argumentos estas críticas demoledoras pero razonadas, Savater, como antes hiciera Jon Juaristi desde ABC en marzo pasado, arremete contra el profesor de Ciencias Políticas de la Universidad CarlosIII de Madrid tildándolo de “fiero jabalí de la izquierda” al que, “como todo jabalí (…), siempre se le nota su parentesco con los demás cochinos”. Como se ve, un perfecto ejemplo de trifulca tabernaria muy propia de un pensador encumbrado de soberbia. Lástima que estas reacciones, extrañas en una autoridad intelectual a la que se supone inteligencia además de conocimientos, vengan a confirmar un comportamiento movido por la vanidad y el obtusismo crítico de un tertuliano, atento sólo al espectáculo o a cultivar su propio personaje.