Dicen que la vejez comienza cuando el recuerdo es más fuerte que la esperanza. No es muy difícil imaginar lo que se está viviendo estos días tras las paredes de muchas residencias de mayores. Si algo precisa el ser humano llegado a esa edad es cariño, buen trato y roce. Sobre lo primero y lo segundo, no dudo del empeño que ponen en ello la mayoría de sus cuidadores, embutidos como van desde que se desató la pandemia en esos trajes que parecen sacados de la película de Kubrick ‘2001: una odisea del espacio’. Pero lo tercero en discordia es, quizá, lo que más echen en falta los residentes, recluidos como estarán muchos en sus habitaciones, sin posibilidad de conversar, jugar o cantar, como hacían habitualmente con el resto de compañeros. No, no es complicado imaginar a esa anciana en soledad, mirando absorta por la ventana, con los ojos acuosos, en un día gris, sin ni siquiera televisión, cuando las arrugas de su espíritu le hagan aún más vieja que las de su cara. García Márquez siempre sostuvo que el secreto de una buena vejez pasaba inexorablemente por un pacto honrado con la soledad. Lo he vivido muy de cerca, en los últimos años, con algunos de mis seres más queridos.
Nos cuentan que cada vez viviremos más. En una ocasión le oí decir al investigador Juan Carlos Izpisúa que aquellos individuos que llegarán a vivir 130 años ya habían nacido. Lo fundamental será no ya alcanzar esa longevidad sino hacerlo con una aceptable calidad de vida. El otro día leía un informe en el que se aseguraba que las multinacionales y los fondos buitre controlan el 75% de las plazas en centros de la tercera edad en nuestro país. Hablamos de un negocio -así, sin eufemismos- que mueve al menos 4.500 millones de euros anuales. Y concluía que esta auténtica masacre ocurrida con el coronavirus en esos centros, que ha provocado más de 15.000 muertos, llevaba años gestándose.
Las estadísticas vienen evidenciando, desde hace tiempo, que España es uno de los países con una población más envejecida. Los sucesivos recortes presupuestarios en materia de dependencia no solo han repercutido en el sector público ya que, consecuentemente, la incapacidad de este para absorber la demanda motivaba que las plazas se desviaran a centros concertados. Tres cuartos de las casi 5.500 residencias geriátricas que hay en nuestro país tienen carácter privado. Son más de 4.000 las que hay en funcionamiento y, año a año, su número crece porque sus promotores ven posibilidades de negocio. Fundamentalmente, el sector da empleo a mujeres, con lo que ello comporta de manera tradicional en cuanto a los niveles de precariedad, no solo salarial sino también formativa en muchos casos. A ello se une la escasez de personal, las tarifas ajustadas por cama -pero con necesario margen de beneficio-, los ratios elevados, las intensas jornadas laborales, la deficiente atención médica o la externalización de servicios.
Al inicio de la pandemia, la irrupción del Ejército en alguno de estos centros sacó a la luz episodios tan dantescos como la convivencia, durante días, de internos con los cadáveres de compañeros fallecidos. O la pavorosa huída de trabajadores, ante la posibilidad de contagio, abandonando a los mayores ingresados a su suerte. La duda estriba en si lo ocurrido servirá al Estado para regularizar un sector donde, hasta ahora, la anarquía ha campado a sus anchas. Lejos de criminalizarlo y aún menos de generalizar -porque hubo sacrificios admirables de trabajadores confinándose en centros con sus ‘viejitos’-, los geriátricos entendidos como mero negocio ya hemos comprobado lo que dan de sí. El coronavirus ha sido ese imponente tsunami que, a su paso, lo ha arrasado casi todo. Y sus principales damnificados, los seres más indefensos de nuestra sociedad, aquellos que nunca se merecían morir sin que nadie los besara y les cogiese de la mano en un tránsito tan cruel