No hace mucho me decía una colega que, después de tantos años en la administración, seguro que tendría anécdotas referidas a mi profesión. Pues sí, algunas hay. Lo que pasa es que casi ninguna se debe contar, porque forman parte de la confidencialidad del puesto. Pero otras, muy poquitas, merece la pena contarlas.
Ésta en concreto, me sirvió para darme de bruces con la simplicidad (en el sentido de sencillo) de ocuparse de una tarea sin las implicaciones enrevesadas que pretenden hacernos la vida más organizada y eficaz. Y ha venido a mi memoria porque he tenido que pedir que me recojan una llamada importante que yo no iba a poder atender, y porque además, coinciden en el tiempo. Es decir, julio, y las vacaciones veraniegas.
Dentro del protocolo municipal podemos incardinar algo que, aunque en la actualidad está reconocido y potenciado a través de los convenientes cursos para el personal al servicio de las administraciones públicas, hace 20 años no era más que una idea que comenzaba a surgir: la formación de los bedeles en lo que se refiere a la atención al público, tanto personal como telefónica.
En aquellos años, la media de edad de estos trabajadores se situaba alrededor de los 50-60 años. Era antes de la explosión demográfica del funcionariado, de la descentralización de los servicios y por ende, de personal joven recién incorporado que trajera consigo un nuevo estilo de funcionario más acorde con los tiempos modernos, y con el cambio de mentalidad hacia el ciudadano, y casi más importante aún, con un ímpetu más participativo y voluntarioso.
Vengo a decir que no existía preparación para el desempeño de determinadas tareas, y que a eso se añadía, además, un número de años de servicio con vicios adquiridos muy difíciles de desarraigar, y pocas ganas también de hacerlo.
Así pues nos encontramos en el mes de julio, con la plantilla bajo mínimos y con la ausencia de la otra persona con la que compartía tareas en la secretaría particular del Concejal, a quien debía acompañar a un acto.
El Concejal esperaba una importante llamada desde Madrid, y cuando voy a marcharme, con la intención de advertir al bedel sobre esta llamada y qué debía hacer si se recibía, me encuentro justo con la persona a la que sabía que no podía dar explicaciones medianamente complejas, o que supusieran una cadena de tareas de más de dos eslabones. De modo que me limité a pedirle que tomara nota de las llamadas que se produjeran, y que se las recogería al volver.
Una hora y media más tarde, vuelvo a la Concejalía y le pido el listado de llamadas.
- No las he podido anotar, es que me he quedado sin papel aquí y como estoy solo, no me podía mover.
Tuve un sentimiento de impotencia tremendo, y la certeza de que no se podía hacer nada. Mi cara de perplejidad debió de ser tan evidente, que el pobre bedel puso cara de compadecerme infinitamente, y nerviosamente añade:
- Pero no te preocupes, que me acuerdo de todas.
- ¡Ah, qué bien!, exclamé, pensando esperanzadamente que aunque de los teléfonos no se acordara, yo los podría averiguar si me decía quién había llamado. Él, contagiándose de mi sonrisa y con gran aplomo y satisfacción me dice:
- Dime nombres…