
Ningún lector inteligente que acuda a libros como El regreso del Catón puede llamarse a engaño, porque el pacto está clarísimo: la persona que lo escribe ha urdido un mecanismo de relojería, suspense y erudición para que quien avance por sus páginas disfrute de todo tipo de sobresaltos, sorpresas y emociones. No hay más pretensiones. La autora (en este caso, la alicantina Matilde Asensi) no persigue la confección de una novela barroquizante, tejida con un lenguaje exquisito y con arquitectura compleja o innovadora: busca capturar y retener hasta el final la atención del lector. Así de sencillo, así de contundente, así de respetable. Y para lograrlo acudirá a manuscritos antiguos, millonarios casi omnipotentes, extraños adversarios incansables, tecnología de última generación, inscripciones misteriosas, pasadizos milenarios, túneles claustrofóbicos, trampas de arenas movedizas, llamas inquietantes… Y los lectores, reacios a desconfiar de ese cúmulo de fantasías (que ya estaban, más o menos idénticas, en El último Catóno en El origen perdido), se someten al juego, participan de él, porque en lo más profundo de sus corazones están ansiosos con la idea de llegar hasta los osarios que protegen los restos de Jesús de Nazaret y su familia, que es el objetivo buscado.
En este juego brujo aparecen numerosos personajes reales (desde Marco Polo o María Paleologina hasta el papa Francisco), una copiosa acumulación de datos religiosos e históricos (que cualquier lector curioso puede rastrear en las páginas de Internet) y un vasto conocimiento de paisajes y ciudades (de la Antigüedad o de hoy en día), que permiten a Matilde Asensi tejer una propuesta narrativa llena de encanto y taquicardia, que resulta difícil abandonar.
No es (ni quiere ser) Jorge Luis Borges. No es (ni quiere ser) Rainer Maria Rilke. Pero nos entrega un libro (resuelto con solvencia de principio a fin) al que no se le puede negar amenidad, atractivo, solidez o capacidad de seducción. Mi aplauso, desde luego, lo tiene.