No hay palabra que más odie en el último tiempo que "relato". ¿En qué momento hemos decidido los periodistas que vamos a permitir que alguien cambie la realidad de los hechos, nos construya una historieta y trate de imponerla? No es un relato, es una mentira disfrazada.
Relato ha dejado de significar cuento o fábula, o precisamente es más sinónimo que nunca. Dominar el relato es, en definitiva, imponer tus embustes frente a las trolas de tus rivales, proferidas ambas en la televisión, en el Congreso de los Diputados, en las redes sociales... Y que toda coincidencia con la vida real , como si de un cuento de Andersen se tratara, sea pura coincidencia. Relatemos, pues.
Había una vez un lejano país ajeno a la cuarentena, en el que vivían cuarenta y ocho millones de ciudadanos, entre ellos, un cuarentón que tenía un padre y una madre, mayorcitos ellos, con los que hace ya trece años que no convivía, pero que siguen siendo todo lo que significa tener un padre y una madre.
Pongamos que a su padre, después de meses de incomodidades y desarreglos corporales incomprensibles, le detectan esa fea enfermedad de zodiacal nombre a la que nos resistimos a citar hasta el día en que nos llega. No uno, el progenitor del cuarentón tiene varios de esos pequeños amigos que cambian nuestra existencia a partir de ese momento y la sumen en una incertidumbre petarda y cruel.
Cuando se atisba el final de un tratamiento previo en el que la familia se ha resentido, dejando sangre, fatiga, sudor y lágrimas por el camino, el buen hombre se encuentra con que la última parte de ese proceso tedioso que conduce a una operación, se ve empeorado por la incidencia de una pandemia y, ahora sí, su consiguiente cuarentena.
Esos abrazos que todo enfermo necesita, ese calorcito que sólo da la familia, la palmadita del amigo... El paciente pierde el derecho a esos mínimos cariños durante una estancia hospitalaria, y el hijo cuarentón se ve condenado a verlo entrar, solito, a la zona de los ascensores que llevan a una habitación solitaria llena de silencio y soledad. El bullicio de las visitas es un recuerdo, y del personal sanitario solo quedan dos ojos sembrados de preocupación.
Intervención. Y a la semana, vaya por Dios, estando en cuarentena de nuevo, aparece la típica febrícula tonta que nos ataca cuando estamos esos días posteriores a las operaciones. Y es a consecuencia de esas inoportunas decimitas que llega una llamada al hospital, y es solo entonces cuando alguien dice: "Venga usted a Urgencias ya, que su compañero de habitación dio positivo por coronavirus y tenemos que hacerle las pruebas".
Le siguen veinte minutos de llamada telefónica que se relatan en lo siguiente:
¿Quién lo lleva? Tráigalo usted.
¿Y una ambulancia? No, señor, están colapsadas, eso es para las urgencias.
¿Vendrán a hacerle la prueba a casa? Le tomamos nota y a ver cuándo pueden ir.
¿Y qué pasa con mi madre? Hijo, ya se la hacemos cuando veamos si él lo tiene.
¿Entonces qué hacemos? Tráigalo usted.
¿Y si me contagio yo? ¿No le parece peor para el sistema? Ya, hijo, yo no puedo hacer nada.
¿No ve que es un paciente de alto riesgo? Yo lo entiendo, hijo, pero usted no puede descargar sobre mí...
¡Le ruego que no me llame hijo! Disculpe, pero tráigalo mejor usted.
La conversación sólo le sirve al hijo cuarentón para constatar que el compañero de habitación de su padre, operado dos veces de cáncer, estaba afectado y nadie le hizo una prueba. Ni a él ni a los tres positivos que se dieron ese día en una planta en la que nos habían jurado que no había casos. En peligro el compañero de habitación, el personal sanitario, quienes los operaron, el servicio de limpieza, obviamente sus familias... ¿Para qué nos confinamos entonces si, como dicen los propios médicos, "nos están llevando al matadero"?
Mejor no recordar cómo avanzó el relato la semanita siguiente. ¿Las pruebas? ¿Me preguntan ustedes por las pruebas? Las pruebas para ser fiables necesitan 48 horas y no consisten ni mucho menos en el tubito que te entra por la nariz. Aislamiento durante tres noches en un cubículo sin baño hasta descartar la maldita enfermedad. Es la única buena noticia. Esa y la dedicación abnegada, impagable, de quienes están un día y otro luchando en la parte baja del sistema, la que se enfanga en el problema y dedica al enfermo la mejor de sus sonrisas oculta tras una mascarilla.
Una semana de tratamiento y vuelta a casa. Aislado y solo, primero en Urgencias y luego en su habitación. No había coronavirus, pero jugamos un par de boletos buenos a la ruleta rusa. Ignoramos si los tres positivos de aquellos días pasaron a las estadísticas oficiales que ilustran el relato. Desde luego, el cuarentón y su familia sólo supieron que estuvieron flirteando con la enfermedad porque se presentó la más tonta febrícula de 37,5 grados.
Confinamiento y quédate en casa, le dicen a diario al cuarentón. Aplaude por las tardes a los que te atendieron tan bien. Y sigue bailando al son de ese relato en el que todos mienten, y lo menos cierto es la cifra de más de 20.000 muertos, en la que bien pudieron estar tus padres.
Y colorín, colorado.