Ya saben ustedes que en lo económico tengo mis propios cocos. Todo lo relacionado con el crecimiento, la rentabilidad y la inversión, tal y como la entendemos en los tiempos que corren, me escama sobremanera. No les digo ya si me pongo a hablar de emprendimiento, bolsa o rescates. Se me ofuscan las neuronas con la sola mención del término. A mi lista de palabras para el olvido se le suma ahora lo cíclico. Hartita estoy de oír que esta crisis que nos asola no es más que el reflejo de un proceso cíclico. Como si estuviéramos hablando de mareas, digestiones o la regla de la vecina.
No les negaré que las crisis suelen sucederse con una cierta periodicidad. No ya las económicas, sino también las laborales, las matrimoniales e incluso las maternales. Las crisis son un proceso humano. La forma que tiene el cuerpo, o la economía, de llamarnos la atención cuando llevamos demasiado tiempo haciendo algo que no nos beneficia o estancados en una conducta errónea. Como cuando uno se atiborra de fast food hasta que un día la salud te da un toque. Te haces unos análisis y se te caen los palos del sombrajo cuando te das cuenta de que tus arterias están peor que la M-30 en hora punta. Con un poco de suerte eres una persona con criterio, tomas nota, sustituyes el Big Mac por un buen plato de brócoli al vapor y en la siguiente revisión tus niveles de colesterol empiezan a ser los de una persona con ganas de vivir otros veinte años.
Que las crisis sean frecuentes o comunes no quiere decir, ni mucho menos, que sean inevitables. Cierto es que puede haber situaciones particulares que escapan a nuestro control, como un tsunami o una predisposición genética a sufrir una determinada enfermedad. Incluso en estos casos unos buenos hábitos o una economía saneada pueden paliar en gran medida los efectos negativos de la catástrofe.
Hablar ahora de la crisis económica que arrasa el país como si fuera la consecuencia lógica tras una época de bonanza es absurdo. Esta crisis no es más que la consecuencia lógica de muchos años de abusos, de haber desviado una cantidad ingente de recursos y dinero a sectores y operaciones meramente especulativas, que no generan valor alguno para la sociedad, y de llevar más años de la cuenta repanchingados en un modelo económico que no funciona. Ni de lejos.
La gravedad de una crisis nos da una idea de la profundidad del problema a resolver. Cuánto peor sea la crisis más radicales tendrán que ser las reformas para solucionarla. No nos engañemos al solitario, no hay salida fácil a esta crisis ni solución a corto plazo. Hay medidas, como darle a la churrera de billetes europeos si por fin se pide el rescate, o devaluar la moneda si se sale de euro que valdrían para camuflar en lo inmediato los efectos y posponer en cierta medida la caída para que sean nuestros hijos, y no nosotros, los que paguen el precio de nuestros excesos. Precio que se vería aumentado por las consecuencias inflacionistas y de otra índole que estas medidas traerían consigo inevitablemente.
El rescate no es la solución a nuestro problema como tampoco lo es la salida del euro. El rescate es un parche humanitario. Un compromiso europeo de hacer de todos nuestro problema. Una aceptación implícita de que estamos en esto juntos y de que la unión a medias que hemos tenido hasta ahora no hace más que agravar los problemas de los más afectados por la crisis y acentuar las diferencias entre las dos Europas. El rescate es una declaración de intenciones europeas y, como es lógico, implicaría que muchas decisiones antes españolas se convirtieran en europeas en la misma medida en que se europeícen los problemas españoles.
El rescate nos ayudaría a llevar nuestra carga sobre más hombros pero el rescate no es la solución a nuestra crisis. De nuestra crisis sólo se puede salir con un replanteamiento serio, profundo y radical de nuestros valores, nuestras estructuras y nuestras transacciones. La solución a esta crisis trasciende lo político y lo económico.
No nos la va a traer la marea como una ola.
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