Ilustración Franco Perticaro.
El castillo al que mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza antes de permitir que, gravemente herido, pasara yo la noche a la intemperie, era una de esas edificaciones donde se entremezclan lo lúgubre y lo grandioso y que durante tanto tiempo se han alzado con aire de desaprobación de los Apeninos, no menos reales que en la imaginación de la señora Radcliffe. El lugar parecía recién abandonado. Nos instalamos en uno de los depar-tamentos más pequeños y menos suntuosamente amueblados, ubicado en una remota torre del castillo. Su decoración era rica, pero gastada y antigua. Las paredes estaban cubiertas de tapices y adornadas por trofeos heráldicos, junto con una insólita cantidad de alegres pinturas modernas en arcos con opulentos arabescos de oro. Esas pinturas, que colgaban no sólo de las paredes principales sino en el cúmulo de nichos que exigía la extraña arquitectura del castillo, despertaron mi profundo interés, tal vez causado por un incipiente delirio; y como ya era de noche- le pedí a Pedro que encendiera las velas de un alto candelabro ubicado a la cabecera, y que abriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que rodeaban la cama. Deseaba que se hiciera todo eso para poder resignarme, si no a dormir, por lo menos a contemplar alternativamente esas pinturas y a leer cuidadosamente un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de los cuadros.
Leí durante largo, largo rato, y con mucha, muchísima devoción. Rápida gloriosamente volaron las horas y llegó la profunda medianoche. La posición del candelabro me incomodaba y para no molestar a mi adormecido criado, estiré el brazo con dificultad, y lo moví para que la luz cayera de lleno sobre el libro.Pero el movimiento tuvo un efecto completamente inesperado. Los rayos de las numerosas velas (porque eran muchas) iluminaron un nicho de la habitación, que hasta ese momento la sombra de una de las columnas de la cama mantenía en la más profunda oscuridad. Así vi, a plena luz, una pintura que hasta entonces me había pasado desapercibida. Era el retrato de una jovencita ya a punto de convertirse en mujer. Miré apresurada- mente el cuadro y enseguida cerré los ojos. En un primer momento, ni yo mismo comprendí por qué lo había hecho. Pero mientras mantenía los párpados cerrados, traté de analizar el motivo de mi conducta. Fue un movimiento impulsivo para ganar tiempo y poder pensar, para asegurarme de que mi vista no me hubiera engañado, para tranquilizar y dominar mi fantasía antes de volver a contemplarlo con mirada más serena y segura. A los pocos instantes, volvía a mirar fijamente la pintura.Ya no podía ni quería dudar de mis ojos; porque el primer reflejo de la luz de las velas sobre esa tela disipó la modorra que se apoderaba de mis sentidos, y el sobresalto me despertó por completo.Como ya he dicho, el retrato era de una jovencita. Sólo aparecían la cabeza y los hombros, pintados de la manera denominada vignette; muy al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los brazos, el pecho y hasta las puntas del pelo radiante, se fundían en la sombra vaga pero profunda del fondo del retrato. El marco era ovalado, exquisitamente dorado y con filigranas de estilo morisco. Como obra de arte, nada podía ser más admirable que la pintura en sí. Pero lo que vehementemente me emocionó no fue la ejecución de la obra ni la inmortal belleza del semblante retratado. Y menos aún que mi fantasía, sacudida de su modorra, hubiera confundido esa cabeza con la de un ser viviente. Comprendí de inmediato que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco, hubieran rechazado instantáneamente esa idea... hasta hubieran impedido que la acariciara un solo momento. Permanecí casi una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con la mirada clavada en el retrato y pensando en esos puntos.Por fin me dejé caer en la cama, convencido de haber descubierto el secreto del efecto que me provocó la pintura. El hechizo del cuadro radicaba en la total apariencia de vida de la expresión de la joven, que primero me sobresaltó y terminó por confundirme, subyugarme y consternarme. Con temor profundo y reverente, volví a colocar el candelabro en su anterior posición. Habiendo alejado de la vista el motivo de mi profunda agitación, tomé con ansiedad el libro que se refería a las pinturas y sus historias. Busqué el número que designaba el retrato oval, y leí estas vagas y curiosas palabras: “Era una doncella de singular hermosura, y tan cautivante como alegre.
Y malhadada fue la hora en que vio, y amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una esposa en el Arte; ella, una doncella de singular hermosura y tan cautivante como alegre: toda luz y sonrisas, y juguetona como un cervatillo; que amaba y apreciaba todas las cosas, odiando tan solo al Arte que era su rival, sólo temerosa de las paletas y los pinceles y todo otro instrumento que la privara de la presencia de su amante. Por lo tanto, terrible fue para ella oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y obediente y durante muchas semanas posó con mansedumbre en el alto y oscuro aposento de la torre donde la luz se colaba de lo alto sobre la pálida tela. Pero él, el pintor, se exaltaba en su trabajo, que continuara de hora en hora y de día en día. Y era un hombre apasionado, turbulento y melancólico que se perdía en sus ensueños; hasta el punto de que se negaba a ver que esa luz espectral que entraba en la torre solitaria marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa que languidecía a ojos vistas. Sin embargo, ella sonreía y sonreía, sin quejas porque notaba que el pintor –hombre muy renombrado– trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, afanándose día y noche por retratar a aquella que tanto lo amaba y que, sin embargo, cada día estaba más débil y decaída. Y en verdad, los que contemplaban el retrato comentaban en voz baja el parecido, como una extraordinaria maravilla y a la vez una demostración tanto de la capacidad del pintor como de su profundo amor por aquella a quien con tanta excelencia retrataba. Pero al fin, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, ya no se admitió que nadie entrara en la torre, porque el ardor de su trabajo había exaltado a tal punto al pintor, que rara vez apartaba la mirada de la tela, ni siquiera para contemplar el semblante de su esposa. Y no quería ver que los matices que extendía sobre la tela, los extraía de las mejillas de aquella que a su lado se sentaba. Y cuando transcurrieron semanas y quedaba poco por hacer salvo, una pincelada en la boca y un trazo de color en los ojos, el espíritu de la dama de nuevo titiló, como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada estuvo dada y el trazo de color aplicado y durante un instante el pintor contempló como en trance la obra concluida. Pero al instante siguiente, mientras todavía la contemplaba, tembló, y palideció, espanta- do, y exclamó a voces: “¡Ésta sin duda es la Vida misma!” y de repente se volvió a mirar a su amada... ¡Estaba muerta!
AUTOR: Edgar Allan Poe.