Revista Motor

El rey de la casa

Por José María José María Sanz @Iron8832016

Hay cosas que no se pueden guardar dentro. Las tienes que sacar y, al explicarlas o al contarlas, intentas entenderlas tú mismo porque desde dentro no se ve bien. Hay que salir para ver las cosas mejor y entenderse. Se dice que se aprende el noventa por ciento de las cosas que explicas y yo sé que esto es cierto. Explicar, escribir, hacer entender cosas, sirve para aprender y para aprehender. Y como no quiero estar mucho más tiempo sin sacarlo, me pongo hoy a escribir este nuevo post para ti, lector.

He estado en Logroño y por una serie de circunstancias he podido casar trabajo y moto. He podido ir sin prisa y he podido volver sin prisa, aunque tuve que arrear pues la previsión del miércoles daba lluvia desde la una, cosa que así fue y que motivó mi salida fulgurante.

Elegí un viaje bien chulo. Los primeros tramos eran conocidos por mi pero los demás, no. Eran caminos sin hollar, eran sendas desconocidas que ya forman parte de mi memoria. Cerca de doscientos setenta y cuatro kilómetros hechos en siete horas. ¡Siete horas! No me sobró ni un minuto. El lector puede imaginarse cuántas veces paré, cuántas veces tranquileé, cuantas veces sonreí, cuantas veces latí, cuantas veces soñé.

Me encontré con San Baudelio de Berlanga, mozárabe del XI. Mira que la he estudiado y explicado veces y veces y no la conocía. Mira que aquellas pinturas vendidas -robadas- suponen un alto en el camino del románico. Me quedé fascinado pero seguí mi rumbo. Seguir el rumbo sin saber lo que te vas a encontrar, seguir el rumbo y superar la inseguridad que te da el calor de lo conocido. Esa fue la sensación porque estaba entrando en tierras desconocidas, porque leer a Machado no te da conocimiento sino aire para el espíritu, que no es lo mismo. Esas tierras de la Castilla pura guardan la hermosura seria, recia, incluso vasta. Guardan el trabajo de los labradores y el cielo de las águilas. El paisaje abierto, el aire de la mañana fresco y mi espalda apoyada en las dos mochilas que llevaba, una sujetada en el respaldo de Fendetestas y la otra puesta en mi espalda, por lo que tuve un respaldo inesperado perfecto.

Pero el paisaje se cierra más al norte y el aire de julio se puede enfriar mucho más. A partir del café de Abejar, camino de Vinuesa, donde la Laguna Negra, el fresco ya tenía cierta consideración. Pero yo tenía que seguir mi camino. Mi camino lo llevaba escrito en un papel que doblé y metí en el alojamiento que suelo utilizar para el telefonino. Ahí puse la ruta que quería seguir y en ningún momento perdió la cobertura.

Verde, frío (cuando digo frío, digo frío), pinos gigantes rematados en copa. Y la oscuridad. En la subida al puerto de Santa Inés sentí asombro, quizá miedo. Nadie en la carretera y un intenso frío y tuve que parar y ponerme el forro polar bajo la chupa de invierno y no se me pasaba el frío y el rato que estuve parado en medio de toda aquella negritud me dio un no sé qué que qué sé yo. Uf, salí pitando buscando la seguridad de los cincuenta por hora de la Cabezota que me hacían tragar aquellas torres negras. Pero eso acabó al llegar arriba. No estoy seguro de si el cartel ponía mil setecientos cincuenta y cuatro metros de altitud.

Rozando los Picos de Urbión y la Sierra Cebollera, entre medias de estas dos aguas de magistral factura, comencé la bajada. Un espectáculo se me iba abriendo a derechas. Las nubes -esas nubes que dan tanta sombra- hacían del relieve un capricho y del verde una sinfonía. Una bajada lenta, despacieada, curveada, saboreada a conciencia.

En el viaje de vuelta la sensación de no saber fue aun mayor. En Almazán tomé el desvío a Barahona y de ahí hasta Jadraque. Este tramo, hecho a las horas del mediodía, con el sol arriba, sin calor y sin frío, por perfectas carreteras, lo hice de manera diferente. De pronto me di cuenta de que manejaba cada vez mejor la Iron. Nada me costaba trabajo, nada me daba miedo, nada podía conmigo. La prudencia me dijo algo al oído y fui obediente porque lo cierto es que daban ganas de volar. Ahora, con un par de días de distancia de todo esto, pienso convencido que no está muy lejos el día que haga un viaje lejos geográficamente hablando.

Este viaje ha sido un descubrimiento personal. Me ha servido para entender que perderse es otra cosa que no saber dónde estás. No saber dónde estás no es estar perdido. Estar perdido es no saber qué quieres o a quién quieres, pero no saber dónde estás es solamente un reto que todo el mundo, finalmente resuelve. Saber estar por encima de las circunstancias, ser el señor de las situaciones, saber decir que no a la cabeza y dejar que gane el rey de la casa, es decir, rodar con el corazón.


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