En 1982, Martin Scorsese aceptó filmar la historia de un hombre obsesionado con un famoso presentador de late show americano. La película, basada en el caso real de un fan que apuntaba en un diario todo lo que hacía el presentador Johnny Carson en sus programas, suponía un reto en varios frentes. El primero, rodar en plena ciudad de Nueva York, lo que causó bastantes quebraderos de cabeza a Scorsese. El segundo, unir en pantalla a dos actores de la talla de Robert De Niro y el legendario Jerry Lewis. El tercero, contar una historia nada complaciente, y hacerlo de una manera ciertamente original.
Rupert Pupkin es un aspirante a cómico que intenta por todos los medios colaborar en el programa nocturno de Jerry Langsford. Para lograr su objetivo, no dudará en llevar a cabo todo tipo de acciones, estén dentro de la legalidad o no.
Lo que ofrece El rey de la comedia (The king of comedy) es una trama que contiene bastantes dosis de mala leche, pero que se nos presenta, tanto visual como estructuralmente, como si fuera una comedia. La unión de estos dos componentes da como resultado una película perturbadora, que cuenta con ejercicios narrativos muy interesantes y que se decanta por una ambigüedad bastante oscurantista. El afilado guion de Paul D. Zimmerman sumerge al espectador en la mente de un personaje claramente desequilibrado. Al principio parece alguien cabal, amable y considerado, pero pronto empezamos a ver ciertos agujeros extraños en su comportamiento. Sin llegar a ser un psicópata tal y como estamos acostumbrados a verlos representados en el cine, el personaje de Rupert Pupkin es todo un icono de personaje enajenado y dispuesto a todo para cumplir su sueño.
La película contempla una extensa reflexión hacia la fascinación que ejerce el medio televisivo —o que al menos ejercía hasta que llegó la revolución de internet—, así como de la deificación de las figuras mediáticas. En realidad, El rey de la comedia bien puede verse como una perversa crítica hacia el control que lo audiovisual ejerce sobre el individuo, y a la incapacidad de este para ver la auténtica realidad y dejarse sumergir en sueños ficticios.
Más allá de su mensaje, la película es un original acercamiento a la comedia clásica, dotada de una gran luminosidad visual pero conceptualmente subvertida para transformarse en algo mucho más inquietante. Del mismo modo, la ciudad de Nueva York es tratada como una entidad viva y a ratos angustiosa, verdadera matriz de monstruos en varios sentidos.
Sorprende que el rol de los actores también parezca estar trastocado, ya que tenemos a un Jerry Lewis en un papel totalmente serio y contenido, y a un De Niro con el desparpajo y desinhibición más propios de su contrapartida. Este cambio de personalidades funciona extraordinariamente bien, y es uno de los puntos fuertes del filme. También los secundarios cumplen con nota, destacando la desatada y arrebatadora fuerza de la naturaleza que es Sandra Bernhard, sublime cada vez que aparece en pantalla.
Aunque, por su contención y estilo visual, la película simule ser la antítesis de lo que uno espera del director de Malas calles o Toro salvaje, en realidad El rey de la comedia no está tan alejada de Taxi Driver. Solo hay que mirar bajo su superficie para encontrar ese otro lado, el de la suciedad indisimulada y la locura que corroe por dentro. Película a reivindicar.