Revista Cultura y Ocio
Ha escalado deprisa y sin tropiezos, obsesionado con su misión de llegar el primero a la cima. Cecilio Quijano ya no mira atrás, pues no echa de menos las llanuras ni las cuitas consuetudinarias de ese vulgo ajeno al que ya no quiere recordar. Desde arriba todo se ve diferente, inalcanzable su trono, altanera su figura y arrogante su apostura. Con trazos negros y gruesos ha tachado los nombres de los lugares y las gentes que le recuerdan que una vez fue humilde e intrascendente. Ha ennegrecido su alma y ha escapado la luz de su corazón de piedra. Dice que ahora es más feliz, pero la soledad le acompaña noche y día cuando las legiones de amigos apócrifos y advenedizos regresan a sus casas para dejarle a solas en su mansión palaciega, fría y solitaria como una isla en el país de los inviernos eternos.
Poco queda del muchacho sencillo llamado Cecilio, sin el "Don" que ahora exige en el tratamiento distante y glacial. La historia incipiente de amor entre un estudiante de derecho y una bella panadera ha quedado escindida por un océano de clases sociales. Ella aún espera el retorno de aquel muchacho cercano y divertido que le hablaba de sus sueños.
Cecilio ha olvidado a la dulce y coqueta Yolanda; el cuerpo turgente bajo el mandil, la sonrisa pícara y juvenil, el olor a pan recién tostado pegado a sus ropajes salpicados de harina blanca. El ambicioso empresario está cegado por una obsesión, y mientras el mundo mira con incertidumbre el horizonte, él sueña ya con darle nombre a los edificios, templos, calles y canales que construirá más allá de las estrellas.