Todos los habitantes del lugar, de forma temerosa y entre dientes, murmuran del mismo tema: ¿por qué el rey jamás se muestra en público? ¿Por qué hurta su rostro a la contemplación de sus súbditos e incluso de su esposa Sudarshana? Un rumor muy extendido habla de su fealdad física, que le impediría dejarse ver; otro rumor especula con su posible inexistencia: tal vez el esquivo monarca ni siquiera tenga una entidad real (valga el juego de palabras)… Por fin, aparece ante su desconsolada esposa, que no entiende que sólo se acerque a ella en la oscuridad de un salón, en el que no permite la entrada ni siquiera de un rayo de sol. ¿Cuál es el motivo de que no permita ningún tipo de luz a su alrededor? ¿Por qué no se apiada de ella y la deja contemplarlo, si tanto insiste en que la ama?
Se celebra entonces en el palacio la fiesta de la primavera y Sudarshana reitera su deseo de ver al rey. Pero, como no logra hacerlo, opta por abandonar el palacio y volver despechada con su padre, el rey de Kanya Kubja, quien se indigna con su decisión y la admite tan sólo en calidad de sirvienta. Sudarshana, ofendida, sueña con la venida de su esposo, que la rescatará de la ignominia, pero antes deberá soportar una prueba terrible: la de los príncipes de los alrededores, que cercan el castillo de su padre y manifiestan su afán de hacerse con ella.
Justo en ese punto, el lector de la obra enarca las cejas y reflexiona: ¿estamos ante una revisión del mito homérico de Ulises y Penélope? No diré que no, porque creo en la libertad de interpretación de cada persona que se asoma a las ventanas de un libro, pero me permito una sugerencia: intenten la lectura asociándola más bien a san Juan de la Cruz y la mística. Quizá se sorprendan.
La traducción de este poema dramático corre a cargo de Zenobia Camprubí y el sello que la edita es Losada.