Revista Cultura y Ocio

El rey, el príncipe y la corona de espinas doradas

Publicado el 10 febrero 2012 por Gonzaloalfarofernández @RompiendoV
Bien podría ser éste el título de un cuento de los hermanos Grimm, aunque por la esencia y la moraleja le va más al pelo a Poe. Les quiero hablar hoy del cuento de la monarquía española, donde no están sus protagonistas plácidamente asentados en el imaginario colectivo sino enfilados hacia la picota como barbanegras coronados. En estos días revueltos de corrupción y rosas.
   Es el de la monarquía un tema tan espinoso que provoca más reacciones que una aspirina en mal estado. Un asunto que levanta pasiones y odios a partes iguales. Dos estados que predisponen a la sinrazón. Y para asuntos de andar por casa bien vienen –y hasta convienen- si la pasión suscitada favorece a uno y el odio perjudica al adversario, pero en asuntos delicados que trascienden los bajos fondos personales se precisa justo lo contrario: imparcialidad, ecuanimidad y sentido común. Cualidades que según reza la leyenda sólo le sobraron a un rey, al mítico Salomón.
  Así que yo reniego tanto de quienes solicitan con el puño crispado su ajusticiamiento como de aquellos a quienes con los ojos en blanco, en trance idólatra, se les enciende un nimbo tornasolado en la nuca que parece indicar el lugar exacto donde precisan que se les dé una colleja para espabilarse. Haría falta mucha paciencia para explicarles que Dios no les calza las coronas como otros se calzan las botas para ir a pisar charcos o a propinar una tunda a la calzada. Ya ni el Papa le da crédito al milagro. A otro ratón con ese queso, que diría un gato hambriento.
   Yo creo que lo más sensato sería acallar a los siempre fervientes sentimientos, esos que dan pábulo a cuantos prejuicios nos hormiguean las entrañas, para analizar con frialdad la situación y poder así después juzgar con calma y rigor lo que más nos conviene. A todos.
   Convendría en primer lugar, pues, que trazásemos un breve bosquejo sobre qué es eso de la monarquía.
   Podríamos empezar diciendo, para ponerle un poco de picante, que en los tiempos del paro que corren es un chollo, como cualquier otro oficio vitalicio. Tanto que si pusieran un anuncio de “Se busca rey” tendría más candidatos que aspirantes hay a ser mayordomos en la mansión de Playboy. Y dirán ahora sus defensores que es mucho más sacrificado de lo que la gente cree, que su entrega al país debe ser absoluta y blablablá. Yo no lo desmiento, sólo digo que tampoco es un viacrucis, no exageremos. Quizá la corona tenga alguna que otra espina, pero son doradas y de punta roma. Yo al menos no conozco ningún rey que beba en tetrabrik y coma las sobras que arrojan de las porquerizas. Seamos serios, sacrificado es descargar camiones al alba sudando gotas de rocío, atender en un bar a clientes pimplados y agresivos o escribir novelas destinadas a desaguarse por el retrete. Al menos, han de reconocerme, el de monarca es un trabajo tan bien remunerado y agradecido que más de tres cuartas partes de la población lo desempeñaría con sumo gusto. Y tantos no pueden estar equivocados.
   En fin, dejémonos de guasa, que no la tiene, y aclaremos las cosas. La monarquía no se asienta sobre principios divinos, sino sobre humanos y muy humanos. Si nos topásemos de frente con el que inauguró el invento nos cambaríamos de acera corriendo y aceleraríamos el paso. Si pudiéramos remontarnos a sus orígenes no veríamos nada parecido a los príncipes de los cuentos ni a los reyes modernos, sino a seres adustos, zafios, salvajes, crueles y sanguinarios, porque no hay monarquía moderna que no haya nacido en un campo de batalla. No se entronaron por sus virtudes sino desenvainando la espada en el frente y la lengua en las conjuras, derramando más sangre que un matarife argentino. Era la única forma de imponerse a quienes, mordidos por igual ambición, los igualaban en su derecho a reclamar el poder. Y de someter al sacrificado pueblo, al que enderezaron a palos. Después, como siempre sucede, el dinero, la influencia y la buena educación fueron refinando a los vástagos y erosionando la memoria, al tiempo que les inventaron un pasado glorioso con que adornar su blasón y contentar a las siempre cortas memorias de los súbditos. Y de aquellos brutos, estos albinos y virginias. Como en Galiana, sólo que esto es un cuento real y aquélla una novela inspirada en la febril imaginación de su autor.
   Pero si queremos rizar el rizo, hasta podemos concederles lo del origen divino y demás cantinela. Total, se les desmonta el cuento enseguida, porque ¿alguien puede decirme donde queda la antigua sangre, la primigenia y divina? ¡Si han sido más promiscuos que las gallinas! Más que sangre azul deben tenerla multicolor, que de todos es sabido que está el mundo poblado de bastardos. Y es que no falla, es el rico ocioso tan propenso a darse al vicio como el pobre a la delincuencia. Seamos realistas, si pudiéramos contar a los cortesanos de talento que han rendido pleitesía a su reina comulgando en sus nalgas, a los vasallos bien formados que les han jurado lealtad eterna con la mano sobre lo más sagrado de su cuerpo y a los valerosos caballeros que con celo extremo les han protegido los adentros con sus legiones más fieles, entonces, si fuéramos capaces de contarlos a todos, podríamos pasar con garantías el examen final de matemáticas de la ESO.
   En cualquier caso, lo mismo da que da lo mismo, porque incluso podemos ir un paso más allá en nuestra generosidad de juicio y concederles también que los genios creadores de las reales estirpes fueron los más virtuosos de entre sus congéneres y las reinas que los acompañaron más castas que la virgen María. Aun así, sigue sin estar legitimada la sucesión. Ni en orden a la ley natural ni en orden al sentido común.
   A fin de cuentas, si todo eso reconociéramos, no estaríamos sino reconociendo que esos reyes merecieron la corona por destacarse de entre todos los postulantes al mismo honor. Ni más ni menos. E igual da que se impusieran por la fuerza, la astucia o si me apuran, hasta por la suerte. Es completamente indiferente. La legitimidad de la corona debería empezar y acabar con quien se la gana a pulso. Como entre los animales los líderes de la manada no dejan, sabiamente, herederos. Quien quiera ocupar su puesto ha de demostrar ser el más fuerte y capaz. Y entre los humanos debería ser tres cuartos de lo mismo. ¿Acaso no es justo que cada uno se forje su destino? ¿Acaso cada hombre no es un mundo aparte? ¿No es razonable que cada cual se gane los honores con los hechos de su vida? ¿Acaso no estamos hartos de ver a padres virtuosos e hijos necios y viceversa? ¿No es acaso esa una constante de la especie, esos cambios radicales de temperamento e inteligencia que parecen prevenirnos de cuidarnos, y mucho, de las herencias de rango y poder? La lógica y la biología dictan sentencia: cuanto más se aproxima un hombre al cenit de la perfección, más imposible es que ni su predecesor ni su sucesor lo igualen. Así que los vástagos de los grandes personajes no deberían sino limitarse a guardar un grato recuerdo de su insigne ancestro, alegrándose de que en vida se le dispensaran los honores debidos a su mérito. Y si así no fue, porque los súbditos fueron desagradecidos, consolarse al menos al dar por hecho que él mismo se encargaría de congraciarse con su ego, desquitándose de la ingratitud con el mando y la riqueza que le va aneja.
   Entonces, cuánto peor no será la sucesión si los primeros fueron malos y los que los siguieron peores todavía. Por eso reza el dicho con mucho tino que segundas partes nunca fueron buenas. Y lo de las monarquías es eso, una repetición hasta el aburrimiento, con sus interregnos repartidos entre breves repúblicas y largas dictaduras, hasta que otra estirpe las destrona y vuelta a empezar. Esa preeminencia de la sangre y no del valor humano, señores, es suicida para el pueblo que la soporta. 
   Y ahora, si nos centramos en los que nos han tocado en gracia en los últimos siglos, los borbones, ustedes me dirán si no es para clamar al cielo compasión. Porque de entre todas las dinastías ésta, por su ineptitud, a mí me da que si no se lleva la palma al menos sí la mención de honor. Ni Atila devastó tanto el terreno por donde pisó como ellos arrasaron el suelo patrio, aniquilando todo lo que oliera a civilización y progreso para terminar de poner la puntilla a la ruina de España, anclándonos en el legendario atraso y cerrilismo del que todavía tantos hacen gala. Dicen que lo que mal empieza mal acaba, y éstos llegaron con el peor presagio, trayendo el primero de ellos bajo el brazo, como obsequio, una cruel Guerra de Sucesión, a la que seguirían otros tantos sobresaltos, hasta culminar la desaguisada proeza el más miserable de todos ellos con el asesinato de la Pepa, los amantes de la misma, y de paso, por compasión, con el de los compatriotas que le limpiaron el camino de gabachos para el feliz regreso de su cobarde exilio. El muy hijo de la gran…
   Lo cierto es que resulta difícil entender a quienes los reverencian por su solo origen, siendo descendientes de reyes que convierten a Franco, a su lado, en un inocente angelillo. No deja de ser curioso, en un país laico donde el condicionante voluntad de Dios ya no tiene ningún ascendiente, que se idolatre a ciertos individuos por la sola condición de su nacimiento, máxime cuando la cuna que los mece fue fabricada por traidores a la patria y déspotas sanguinarios. Vamos, que si el generalísimo hubiera conseguido legitimar su apellido, en menos de dos siglos la casa real Franco no desmerecería ni un ápice de la borbónica, y los bisnietos de los que ahora lo aborrecen besarían con fervor los pies de sus descendientes. Esto es España, señores.
  Es probable que de entre todos ellos nos haya tocado en suerte el mejor. No digo lo contrario, que faltar a la verdad es caer en la injusticia, y al César lo que es del César. Justo es reconocer que ha desempeñado su papel de jefe de Estado como ningún político cretino habría sabido hacer. Y que más de una vez nos ha sacado las castañas del fuego, razón por la que en este país hay más juancarlistas que monárquicos, que de bien nacidos es el ser agradecidos. Donde yo discrepo es en eso de tratarlo de héroe como algunos hacen, atribuyéndole una bondad y un valor inigualables, siempre tan propensos a la exageración en todo. Miren ustedes, una cosa es reconocer que ha cumplido con solvencia su papel sin desmadrarse y otra que haya que guardarle gratitud eterna. Pienso más bien que será él quien tendrá que estar agradecido de que se le haya permitido heredar la corona en un país pretendidamente democrático y donde ni los curas se creen ya las monsergas de linajes ungidos por el divino.
   Como eternamente agradecido debe estar de que el pueblo le haya perdonado sus orígenes, viniendo de esa saga a los que, siendo tan creyentes como son, imagino penando en ultratumba en un mar de sangre expiatorio, con las sombras de los héroes nacionales a los que ajusticiaron maldiciéndolos, soportando los gritos de los miles de inocentes a los que asesinaron sin misericordia ni razón y de los millares que murieron en sus inmundas cárceles víctimas de su crueldad, con los pulmones agujereados como coladores y los estómagos acartonados y deshechos en jirones fermentados. Como debe estar agradecido de que se le hayan perdonado sus largas vacaciones en el exilio sin venir a batirse el cobre contra el dictador que tenía de rodillas al país. Porque no se le vio aparecer en cabalgadura de acero con peto broncíneo para venir a librar al pueblo del yugo opresor o morir en el intento, como hacen los héroes de verdad. No, él prefirió optar por la estrategia borbónica, más práctica, que fue la de dejarse ver sólo para reclamar el reino de sus ancestros cuando el generalísimo estiró la pata de viejo o de asco, cansado de ver siempre lo mismo y de que nadie le tosiera.
  Seamos sinceros, el rey se lo debe todo al 23F. No me extrañaría que en su almohada tuviera impresa la fecha y antes de dormirse la abrazara con ardor. No en balde, el juancarlismo nació ahí. Nos evitó, dicen, otra dictadura al no apoyar el golpe. Pero fíjense que yo no las tengo todas conmigo de que sea trigo limpio el personaje. Y mucho menos de que su hazaña fuera tan patriótica como proclaman. No quiero caer en teorías conspiratorias, pero me reconocerán que si aquello hubiera sido una estrategia del rey para asumir con garantías el poder, consolidar su reinado y dar alas a su maltrecho patrimonio, habría que encumbrarlo como a uno de los mejores estrategas de la historia.
   Fuera lo que fuese lo que ocurrió, de lo que no cabe duda es de que aquel incidente le sirvió para poner en marcha la mejor estrategia de lavado de imagen vista en este país, pues no olvidemos que llegó heredando al dictador que le obligó a un largo veraneo en Portugal -y previa abdicación de su padre, sacrificio sin importancia…-, quijotesca situación que sólo ocurre por estas tierras, hazmerreír del mundo. Es cierto que no asumió el papel del caudillo, su mentor, pero es que señores, eso no podía hacerlo. No estaba el horno para bollos. Si no, es posible que otro gallo nos hubiera cantado.
   La cuestión es que regresó a un país cuyas cárceles apenas acababan de abrir sus compuertas y se desaguaban de presos políticos que se la tenían jurada por su absentismo mientras ellos contraían reúmas y neumonías y el resto de Europa resurgía de sus cenizas metiendo la quinta hacia el progreso. Así que si analizamos cómo le fueron las cosas a partir de ese momento, en el que dejó de plantearse el referéndum que el pueblo clamaba a gritos sobre si quería monarquía o república y su patrimonio comenzó a crecer más que un gallo capón, bien se puede decir que le cayó del cielo el 23F. Para los que crean en la buena estrella y las casualidades, claro.   
   Yo creo que en éste, como en tantos otros puntos, no hay que dejarse deslumbrar por el resultado, ya que a veces una acción loable puede ser ocasionada por un pensamiento poco noble. Y no estoy diciendo que sea el caso, que conste. Quiero decir que su comportamiento, frenando con valentía el golpe, fue ejemplar. De acuerdo. Pero no olvidemos que el primer interesado en su fracaso era él mismo, que tenía bien fresco en la memoria el recuerdo del atlántico. Y por si no había aprendido la moraleja del cuento, ahí estaba su pariente griego para aleccionarlo. Bien sabía que, de triunfar un golpe de Estado, la primera cabeza en rodar sería la suya y adiós a sus sueños mediterráneos. Lo que hizo, en el fondo, fue salvar su propio pellejo. Y algo que no sé a ustedes, pero que a mí me mosquea bastante, es cómo la propaganda monárquica se aplicó para achacarle la victoria como a un rey heroico de otros tiempos, sumiendo en el anonimato a los muchos militares de rango que no secundaron el golpe y cuya oposición hubo de ser crucial por fuerza. Porque haberlos digo yo que hubo de haberlos, que no me entra en la cabeza que él solo pudiera imponer su voluntad frente a la fuerza militar toda coaligada. Y el mosqueo no está en que la propaganda monárquica hiciera bien su trabajo, sino en que increíblemente los demás militares honestos no hayan reclamado sus honores.
   Qué quieren que les diga, para mí que una vez más los borbones se la endiñaron cruzada a los españoles. Por supuesto, es sólo una conjetura, no me lleven a los tribunales por tan poca cosa…
   Y ahora –ya toca- voy a entrar de lleno en el espinoso tema de la sucesión. Cuestión que urge resolver en vista de que el rey ya no está para ganar más regatas.
   A estas alturas ya habrán comprendido que de monárquico tengo poco, yo, acérrimo defensor de la meritocracia. Sí, soy partidario de abolir la institución monárquica. Ahora bien, no crean que aboliéndola me olvido del príncipe. No, no lo hago, porque fiel a mis principios meritocráticos, y teniendo en cuenta que este país necesita un jefe de Estado, justo e inteligente sería apostar por el más preparado para desempeñar tal cargo. Como deberían gobernar sólo los adornados por las prendas de la virtud y no sucede. Lo suyo sería idear un sistema de oposiciones riguroso no apto para quienes no hayan sido dotados por naturaleza de un alma noble e incorruptible y hayan madurado sometidos a una severa disciplina intelectual. Es decir, un sistema fiable que permita seleccionar a los aspirantes a tales dignidades por sus capacidades y virtudes, no por su sangre ni su enchufe. Pero hasta que esto suceda y mientras debamos escoger entre lo presente, señálenme a un político, de los que podrían aspirar al cargo, mejor preparado que el príncipe. Yo, como muchos de ustedes, lo considero una gran injusticia, y que además el ser educado desde la cuna para ocupar el trono es un mal negocio, pues al elegido se le enseña a mandar y no tanto a obedecer, a saberse superior y no un igual, a saberse con derechos que no ha tenido que ganarse con el mérito de su esfuerzo; quien así crece no puede jamás sentirse un ciudadano porque no puede ni pensar ni sentir como tal, por la sencilla razón de que jamás ha estado en su pellejo. Ni imaginárselo puede. Pero a pesar de los pesares, y dicho lo dicho, qué quieren que les diga, entre un príncipe educado desde la infancia para ser rey y un arribista sin escrúpulos que ha medrado en una secta política, yo me quedo con el príncipe. No por príncipe, sino por apto para el empleo. Como siempre preferiré para dirigir una central nuclear a un ingeniero especialista en la materia antes que al más bondadoso e inteligente de los carpinteros, por poner un caso. Máxime, como pueden imaginar, si el tal carpintero en lugar de virtuoso fuera ladrón, prepotente e idiota. Se trata, a fin de cuentas, de sentido común. 
   En mi opinión, lo justo y razonable sería despojarle la corona y concederle el empleo. Que no es poca gracia la que se le haría, teniendo en cuenta que no ha debido pelearlo por falta de competencia. Porque hay que ser realistas, que los ideales y las utopías quedan bien en el papel pero el pan lo amasa el panadero. Y les digo yo que más vale malo conocido que bueno por conocer. Hasta que en este país no derroquemos a la mafia política que usurpa el poder e instauremos una democracia como está mandada, donde los gobernantes representen al pueblo y sean escogidos por su mérito, mejor nos quedamos como estamos. Y a continuación nos aplicamos a inventar un sistema de oposiciones que nos asegure que sólo los mejores ciudadanos obtienen cargos de responsabilidad política.
   Siempre y cuando, por supuesto, a dicho príncipe no lo salpique ningún caso de corrupción. Porque entonces, habida cuenta de que tiene todas las papeletas para ser el funcionario mejor pagado del país, además de pudrirse en la cárcel merecería una somanta de palos. Por idiota.
   Que sean felices…

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