Revista Cultura y Ocio

El rey Jabalí

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

En tiempos remotos, mucho antes de que aparecieran los hombres, estos cerros de los alrededores no estaban llenos de olivos ni de campos cultivados, ni había huertas por los alrededores, ni cortijos ni cosa que se les pareciera, sino que formaban un bosque espeso y enmarañado, mezcla de monte bajo y arboleda, que abarcaba todo lo que se puede ver hasta el horizonte y más allá. Encinas y alcornoques en las lomas, quejigos en las umbrías, adelfas en las riberas; jaras, brezos y tomillos; el cantueso de flores moradas, la aulaga de flores amarillas y las amapolas rojas hacían en primavera el campo republicano.
Vivían en aquel ecosistema (que aunque es palabra moderna, algo pedante y rara, es la más adecuada para referirnos a la flora y fauna del lugar) los más variados animales, desde el pequeño saltamontes hasta el enorme toro salvaje, desde el prolífero conejo hasta la escasa garceta, desde el aguilucho cenizo hasta el buitre real, desde la humilde lombriz de tierra hasta el altivo venado, y todos ellos sin excepción estaban gobernados desde tiempo inmemorial por el tiránico clan del lobo, que les imponía férreas normas y terribles castigos y los aterrorizaba con sus frecuentes cacerías. El clan del lobo no toleraba más criterio que el suyo, se reservaba las mejores presas y los mejores espacios: los arroyos más caudalosos en verano, los refugios más abrigados en invierno, y las atalayas más altas y prominentes desde las que vigilar a sus súbditos y aullar su supremacía.
El rey JabalíPero un día los animales decidieron unirse para cambiar las cosas, sacudirse de encima al clan del lobo y elegir entre ellos a un nuevo rey. Durante una luna completa fue pasando la consigna de un árbol al siguiente, de un seto a otro y de cerro en cerro, sin dejar de lado ni un solo manchón de monte, hasta que se hubiera enterado el último animal bosque. Los animales se reunieron en asamblea en la umbría de un enorme cerro que hacía forma como de hemiciclo. Estaban presentes todos, sin faltar ninguno, excepto el clan del lobo. Después de mucho charlar y debatir, de hacer corrillos para sondear a los demás, de opinar lo opinable y de hacer muchas cábalas, decidieron que los animales interesados en ser rey (o reina) se presentaran de dos en dos, es decir, agrupados por parejas en las que las virtudes de uno compensaran a los defectos del otro y viceversa. Así, se presentaron la grulla con el gusano, el bisonte con la araña, el petirrojo con la víbora, la tortuga con el lince, el buitre con el conejo (que ya por aquel entonces se admitían parejas del mismo género), y un largo etcétera. Y tras más debates y discusiones se pasó a votar y resultó ganadora la pareja formada por la ardilla y el jabalí, quizá porque a todos los animales les convenció aquella combinación de inteligencia y gracia de la ardilla con la fuerza y la tozudez del jabalí.
En el clan del lobo se enteraron a la mañana siguiente, cuando ya todo estaba hecho, y bajaron del cerro donde tenían sus reales con los belfos amenazantes y las orejas replegadas, listos a dar una lección a los rebeldes, pero en lugar de animales aislados y temerosos, como solía, se encontraron a una compacta falange dispuesta presentar batalla. La refriega fue violenta y, antes de retirarse, el clan del lobo dejó profundas marcas en más de uno, pero al final no les quedó más remedio que retirarse con el rabo entre las piernas y dejar el campo libre a los nuevos monarcas.
Los animales se sentían felices con su nuevo estatus y celebraron por todo lo alto tan señalado acontecimiento: el inicio de una nueva era. Habían decidido, además, para no caer en la dinámica del pasado, que al cabo de varias lunas, cuando los ánimos y las ideas se fueran agotando, la pareja elegida pondría su cargo a disposición del respetable, para renovarse y que otros aportaran también sus talentos.
La ardilla pronto se reveló como un excelente gobernante, velando sobre todo por los derechos de los más débiles. Pero el caso fue que al poco tiempo de la elección, los acontecimientos empezaron a torcerse porque la ardilla apareció muerta en un alejado rincón, bajo la agradecida sombra de un alcornoque. Nunca se llegó a esclarecer aquella muerte, cuya versión oficial fue por hipertensión producida por un exceso de responsabilidad, ya que las ardillas, como bien sabemos todos, son animales de vida corta y ajetreada, propensos a los sustos y a las anginas de pecho. Sin embargo, algunos suspicaces lograron ver el cuerpo de la ardilla, que presentaba numerosas incisiones cortopunzantes en tronco, cabeza y extremidades. Pensaron mal del jabalí, pero no se atrevieron a decir nada porque los colmillos grandes y retorcidos de aquel les inspiraron cierto temor.
El jabalí reunió nuevamente a los animales del bosque, con lágrimas en los ojos les habló de su pesar por la muerte de la reina ardilla y les pidió un voto de confianza para finalizar su legislatura, asumiendo en solitario las funciones de rey, sin consorte, pero se buscó, eso sí, para que lo asesorase, nada más y nada menos que a maese raposo, el del jopo peludo, que tenía fama de astuto y versado en leyes, en especial las entonces conocidas como “leyes del embudo”, que aplicaba con frecuencia en todo lo que a sí mismo se refería. Los animales, que no estaban muy acostumbrados todavía a vivir en democracia y sentían aún próximos los tiempos del clan de lobo, pusieron al mal tiempo buena cara y decidieron seguir adelante con su proyecto de bosque para todos, a la espera de las nuevas elecciones.
El rey JabalíPero el tiempo pasaba y el jabalí le fue encontrando gustillo a eso de ser rey de los animales, al trono de piedra que le habían preparado justo debajo de dos enormes encinas, tan altas ellas que sus copas se tocaban formando como una cúpula, a las taimadas alabanzas que su consejero particular, maese raposo, le susurraba al oído, a las cestas repletas de grandes bellotas dulces y sanas que algunos animales se preocupaban en regalarle (para que ya no tuviera que esforzarse él en recogerlas), a los pequeños favores (y no tan pequeños) que muchos le pedían y que él graciosamente concedía. Se fue acostumbrando el rey a que lo llamaran Jabalí con jota mayúscula, para distinguirlo del resto de los animales, a que los demás, que hasta entonces no se lo habían tomado demasiado en serio por aquello de que, aunque de refilón, no dejaba de ser pariente del hermano cochino, le mostraran respeto y lo saludaran efusivamente cuando se lo cruzaban en las soleadas avenidas de la dehesa; a recibir un pequeño tributo en especias por las preocupaciones derivadas de su cargo; a frecuentar la compañía de quienes más halagaban su oído; a poner mala cara a quienes le llevaban la contraria u opinaban diferente; a favorecer a sus más allegados y a distinguirlos entre los demás animales del bosque; a hacer la vista gorda cuando maese raposo, el del jopo, repartía mordiscos entre la concurrencia.
En resumidas cuentas, que pasaban lunas y más lunas, gavillas enteras de lunas pasaron, y se fue acostumbrando nuestro rey Jabalí a vivir, como dice el dicho, a cuerpo de rey. Se sentía más ancho que pancho, gobernando aquel bosque con su criterio, y no se decidía a dejar el reino a otro más joven, enfadándose incluso cuando el tema se mencionaba, y a más de uno tuvo que enseñarle los colmillos, cada vez más amarillos y retorcidos, para ponerlo en su sitio.
Algunos animales empezaron a pensar si no se habrían equivocado de rey y en lugar de un jabalí se les habría colado un lobo disfrazado. Sin embargo, no se aventuraron a hacer nada porque aún recordaban la violenta batalla con los lobos, ni siquiera lo comentaron entre ellos porque un clima de desconfianza se había ido instalando en la dehesa, nadie se fiaba de nadie ni, por supuesto, se atrevía a hablar mal del Jabalí por temor a que algún vecino chivato lo delatase.
Y así están las cosas a día de hoy. El rey Jabalí lleva décadas reinando en la dehesa, dispensando favores entre sus súbditos y dando y quitando cargos a sus colaboradores y palmeros, que se atribulan en un sinvivir. De los días de la ardilla ya nadie se acuerda. Los animales se acomodaron a la tiranía del rey Jabalí. Total, suele pregonar el zorro, si nos gobernase otro rey vaya usted a saber si nos haría tantos favores como este. Qué razón tiene, piensan quienes lo escuchan, que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.

 


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