El rey mie(r)doso
Ha llegado el frío. Finalmente. Y a mí cuando hace frío lo que me gusta es comer bien, comer caliente y en abundancia. Anoche, sin ir más lejos, me empujé una escudella i carn d’olla para cuatro, de segundo un guiso de piñas y costillas para tres y rematé con un quesillo que me había mandado mi madre por correos. Sin nata, eso sí. Obvié el café, que me quita el sueño, y me fui a la cama con mi infusión y sus dos sacarinas.
Y tuve una pesadilla gorda.
Yo era un rey. Uno de estos absolutistas que aglutinan el poder. Vamos, que yo era el mismo Estado y el Estado era yo. De locos. Y mi reino era grande y era diverso y estaba aquejado de disputas internas, de intentos de secesión, de quejas vecinales a cuenta de mil y una razones históricas y lingüísticas.
Pero yo era un rey ladino, además de absolutista. Era un rey taimado. Era un rey bastante hijoputa. Así que, harto de que la plebe se me rebelara aquí, allá y acullá, decidí cortar por lo sano. Como la historia no se puede cambiar (créanme, lo había intentado) ataqué el otro flanco, el de la lengua. Y empecé por los niños. ¡Qué ladino! Enseñé todas las lenguas del estado en todas las escuelas del territorio. ¿Incluso en aquellas regiones en que no se hablaban? Incluso en aquellas. ¡Qué taimado! ¿A pesar de tener una lengua común en la que todos se entendían? A pesar de ello. ¡Qué hijoputa!
Ellos nunca sabrían cómo, pero a fuerza de entenderse dejaron de verse como extraños. A base de compartir las diferencias empezaron a verlas como semejanzas. De tanto sentirse queridos comenzaron a quererse. No había lenguas más útiles que otras, no había idiomas más orientados a la modernidad, no había dialectos más antiguos, no había rincones donde esconderse del que no te puede ni te quiere comprender. No había peculiaridad sino carácter. No existían, al fin, cien hechos diferenciales, sino un solo hecho, grande, difuso, a la vez diverso y asimilador. Me cargué a los traductores. ¡A tomar por saco! ¡QUÉ CABRÓN!
Y les dejé usar sus banderas. Es más, las usamos todas todos, las ondeamos todos en todas nuestras celebraciones. Que son muchas porque todas son las de todos. Más fiestas y menos reproches. Pobres tontos. En su felicidad no se dan cuenta de que los manipulo para que no armen bulla.
Me desperté sudando, entre escalofríos y temblores mensurables en la escala Richter. Lo vomité todo. Vomité incluso un tazón de leche con gofio que desayuné algún jueves de 1988. Qué mal dormir. Qué mal despertar. ¡Qué pesadillote! Yo, ¡un rey! YO, ¡que no bebo!