Artur Mas entra con su mejor sonrisa en el Palacio de la Zarzuela, un pabellón de caza construido por Felipe IV hace casi cuatro siglos, y se dice a sí mismo con sentido de superioridad que ese chalé carece de la majestuosidad del Palacio de la Generalidad barcelonés, donde él también recibe.
Podemos imaginarlo. Trae los documentos con sus planes para independizar su región y se dirige amablemente al Rey:
“Espero, Don Felipe, que apoye este proyecto que expresa la voluntad de las fuerzas políticas catalanistas. Usted es un demócrata y debe aprobarlas”.
“Sabe, señor Mas, que como monarca y como demócrata debo atenerme a las leyes, la primera de ellas a la Constitución. Si sus propuestas están basadas en ella, las apoyo incondicionalmente”, responde el Rey.
“Nos salimos un poquitín del texto –dice Artur tratando de conseguir complicidad--, porque queremos fundar la República Catalana. Pero, muy importante, muy importante, importantíiiisimo, fundamentaaaal, manteniendo nuestra amistad con los españoles”.
El Rey se pone serio:
“Usted sabe que sin respetar la Constitución no pueden cambiarse las instituciones españolas. Usted me propone que acepte una ilegalidad que, aunque sin armas, supone un golpe de Estado como el del 23F de 1981. Es como si Tejero le pidiera ayuda a mi padre para tomar el Parlamento. Y yo debo responderle como hizo él, exactamente igual”.
Artur Mas palidece al comprobar que el Rey lo compara con el militar golpista arrestado por otros militares y decide dar la gran noticia elaborada tras muchos meses de reflexión con sus consejeros:
“Le prometo que la República Catalana le concederá a la liga española el favor que mantener en ella al Barça, que también se ha declarado independentista. No lo alejaremos para que que juegue en la liga propia. Una concesión que esperamos que nos agradezcan los españoles”.
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