De la urgencia por encontrar en "Ôsaka monogatari" la crudeza en la puesta en escena, lo más bellamente perfilados a los personajes, de recibir solo lo esencial, tenía "la culpa" su arranque, tan prodigioso que parecía no pertenecer a Yoshimura Kozaburô.
Aún figura a veces, por error, como último film de Mizoguchi Kenjî, puesto que lo preparó y escribió con Yoda Yoshikata y debiera haber sido el siguiente a "Akasen chitai" de no mediar su muerte, con lo que no hay más que ser - si tal cosa es posible - un poco mizoguchiano para sentir la radicalidad del maestro y la belleza inalcanzable de sus encuadres restañando como una tormenta a la tierra seca aquellos minutos privilegiados que no cuadraban con lo conocido del sensible Yoshimura: el sublime plano de la casa ardiendo desde la montaña, la idea
abrumadora de terminar con todo, el travelling con los niños ateridos de
frío que no cesan de andar para no perecer y así encuentran una
pista...
Ese primer rollo proyectado aisladamente podría hacer dudar de veras sobre la autoría de Mizoguchi, quizá con algún sospechoso primer plano de más, tesoros reservados de su cine.
Después de una brusca elipsis temporal, ya se
volvía más ardua la tarea de encontrar esa clase de luz en una historia de
avaricia un tanto diseminada, muy confiada a lo escrito, sin verdadero genio.
Un lustro había pasado desde que filmara su admirable "Genjî monogatari", con lo que nada hay que reprocharle a Yoshimura, que había demostrado ser mejor y más amplio, no un copista o un oportunista emulador. En esos años había encadenado films buenos o notables donde fue consolidándose una idea general, múltiple, una especie de enmienda a la totalidad a los muy abundantes personajes masculinos obcecados y unidimensionales comunes en el cine japonés. Esposas, hijos e hijas, geishas, superiores y subordinados, amistades o desconocidos, desviaban, desarticulaban y terminaban derribando el viejo concepto, tal y como estaba sucediendo en el país desde la posguerra.
Para alcanzar a coger el tren de Lubitsch, Cukor, Clair o Sternberg, muchos films japoneses de los años 30, como los de otras latitudes omnubiladas con lo que llegaba de USA y Francia sobre todo, habían reflejado tal y tan súbita liberación que casi cualquiera parece más moderno que muchos filmados desde la posguerra.
Lo que parecieron entonces hechos consumados - mujeres independientes, familias
no patriarcales, etc. - comenzaban ahora a resurgir desde las rendijas, resultado de duros
enfrentamientos, de rebeldías y soledades, ya sin "saltarse" a Flaubert, Hardy o James, un proceso más natural.
Antes y después que en "Ôsaka monogatari", ya aparecieron en "Anjo-ke no Butokai", "Yuwaku", "Itsuwareru seiso", "Yoru no kawa", "Yoru no chô" y en "Echizen take-ningyô" de 1963, no sé si la culminación, pero sí la más rotunda y sencilla plasmación de ese empeño plasmado en un solo personaje: una mujer.
En "Echizen take-ningyô", los hombres que se encuentra la prostituta Tamae (una gran Wakao Ayako), desprovista de ambiciones y quizá precisamente por ello, son timoratos, acomplejados, aprovechados, entrometidos, manipuladores o maleducados y, tal vez, uno fue respetuoso y desinteresado.
No debería haber melodrama si no hay una oportunidad para la felicidad por remota o breve que sea, y "Echizen take-ningyô" lo es aunque la desolación nazca de ella y a ella retorne sin apenas comunicar nada. Se enamora y se desencanta, cree y reniega, piensa en marcharse y en volver o entiende lo que vive como un castigo y como un regalo.
Así, todos los puntos de vista acaban confluyendo en el de ella, que transita el último cuarto del film como algunos personajes contemporáneos de Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni o Satyajit Ray, sin salida, tanto da si se empecina en no ceder como si se humilla ante quien pudiera ayudarle. No veremos en ese proceso ni un agobio de cámara o encuadre, ni un acento lumínico o sónico de más por parte de Yoshimura para hacerla parecer aún más exhausta.
Antes de que llegue ese momento, aprovecha Yoshimura para dar protagonismo al imberbe que pretende "salvar" a Tamae de su mísero destino, Kisuke (Yamashita Junichiro), actor mediocre y sin embargo apropiado para hacer creíble un Japón circa 1925 del que siempre nos han pintado un panorama de colisión medievo-capitalista, donde todo estaba determinado y todo estaba en venta, pero que quizá fuese más tolerante y menos clasista que la mayoría de países europeos: un simple artesano accede a vender sus figuritas de bambú a escala sin que medie un milagro, puede haber una boda entre él y la que todos creen que fue la amante de su padre sin reproche social ni del cineasta, hay supuestos en que una mujer puede abortar legalmente...
Paradójicamente y de films como este o mejor dicho, al mismo tiempo que films con argumentos como el de "Echizen take-ningyô", por razones muy diversas pero conectando con lo que sucedía en Europa con los spaguetti westerns, nacían ya por estas fechas los primeros de sexploitation, pinku-eiga y demás subcalificaciones. Durarán eso sí mucho más que los parientes almerienses de Walsh o Sturges, se perfeccionarán y alcanzarán incluso cumbres en las dos siguientes décadas.
Qué extraño que toda esta vitalidad y capacidad única para cambiar del cine japonés se disipase a continuación para no volver nunca más.