Revista Opinión
En la Inglaterra de finales del siglo XX existió un actor teatral llamado Wilfred S. Newman que alcanzó la fina frontera que separa el éxito del fracaso la noche de un 14 de Noviembre de 1995.
Aquella noche se estrenó en Londres una obra sublime, llamada “La Metáfora Chinesca”, que desapareció del cartel al día siguiente de su estreno. Se trataba de un monólogo en el que Wilfred iba desentrañando entre juegos de sombras y fondos de escena las mentiras de una sociedad, la de finales de siglo, que se iba consumiendo en su propio espejismo. Todo ello formaba parte de un viaje con doble lectura, la social y la individual. La de una sociedad decrépita y la de un ser humano confuso y perdido en un juego de espejos, creado y mantenido por sí mismo, que de pronto se topa con la realidad.
La noche del estreno Wilfred hizo el papel de su vida. Durante una hora y media consiguió sacar el alma de los espectadores para llevársela consigo en aquel viaje a los infiernos. El teatro estaba lleno, bueno casi. Una butaca esperaba solitaria la llegada de Alan Stuart, reputado crítico teatral, que no apareció hasta los últimos cinco minutos de función. Según parece, Alan tenía el encargo de realizar el análisis de aquella obra para publicarla al día siguiente. Pero esa noche, unas horas antes del estreno de “La metáfora chinesca”, Alan se topó con una jovencita llamada Severinne. No sabemos cómo ocurrió la historia, pero el caso es que Alan y Severinne yacieron aquella tarde-noche. Y fue por ello por lo que llegó muy tarde al teatro. Por cierto, Alan estaba casado y muy bien casado.
Los pocos afortunados que pudieron contemplar el espectáculo quedaron petrificados al caer el telón. No eran capaces de volver a sus butacas. Físicamente estaban allí, pero otra parte suya aún vibraba por la sala. Eran incapaces de reaccionar. El telón subió y salió Wilfred. El teatro continuaba enmudecido. Volvió a bajar y continuó el silencio. Subió de nuevo, allí estaba el pobre Wilfred con los ojos empañados ante aquella reacción. Silencio. Quietud. Aquella sala era la nada rellena de carne. El pobre actor, con el corazón encogido, angustiado, no sabía lo que hacer.
Un señor se levantó de su butaca y salió despavorido. Era Alan. Para el crítico todo estaba claro, la obra era un fracaso absoluto. Solo tenía que hacerse con la sinopsis del espectáculo para construir una crítica artificial plagada de frases comunes y predecibles. Era evidente que aquel no iba a ser su mejor trabajo, pero al menos podría evitar que se destapara su affaire con la jovencita Severinne, y para él, eso era lo más importante.
Los pasos acelerados de Alan en la sala hicieron reaccionar al público, consiguió despertarlos. Unos minutos después, cuando Alan ya estaba muy lejos de allí, probablemente corriendo al encuentro con Severinne, la sala comenzó a aplaudir de una forma indescriptible. Era una ovación incomparable, de una emoción mayúscula, que convertía al público en devotos incondicionales de aquel hombre, de aquel actor, de aquel mago, de ese gurú que les había mostrado algo que hasta entonces no conocían.
Treinta y cinco minutos duró el éxtasis. Durante todo ese tiempo nadie dejó de aplaudir, de llorar, de gimotear, nadie miraba atrás, a los lados, solo al frente, solo a Wilfred. En ese momento era Dios, o eso parecían decirles sus corazones.
A la mañana siguiente apareció una brutal crónica contra la obra en el periódico más prestigioso de la ciudad. La firmaba Alan Stuart. Las siguientes funciones fueron canceladas, la obra desapareció y Wilfred S. Newman cayó en el olvido. Dos meses después, tras un infarto, murió cuando su corazón se negó a seguir cargando con tanta pena.
En la España del siglo XXI las tecnologías nos permiten acceder a la información de una forma que nunca antes habíamos tenido ocasión de experimentar. Es fabuloso que la corriente informativa esté abierta para todos y que todos puedan participar en ella absorbiendo o nutriéndose. Pero también es ahora cuando la capacidad de discernimiento y el trabajo comparativo entre fuentes se hace más acuciante. De nada sirve tener la oportunidad de conocer la verdad si no somos capaces de distinguirla, y para ello hay que buscar, comparar, experimentar y, aun así, dejar un espacio para la duda.
La radio, la televisión, los periódicos, internet… usted tiene a su alrededor un sinfín de herramientas que le posibilitan acceder a algo que todas las generaciones anteriores no han tenido. Pero en esta vida nada es gratis, y para sacar provecho de ello siento decirle que tendrá usted que trabajárselo. Porque si no lo hace se convertirá en un ignorante aún mayor que el que no sabe, ya que sin saber, creerá saber.
No se apure, pero sea consciente de que es muy fácil tratar de engañarle. De no ser así, usted sabría desde la primera línea de este artículo que Wilfred S. Newman, Alan Stuart y la joven Severinne nunca existieron. Bueno sí, nacieron en la volátil cabeza de aquel que les mintió para advertirles sobre la mentira.