Revista Cultura y Ocio
Apuntaba con lucidez el escritor Isaac Asimov que “la violencia es el último refugio del incompetente”. No obstante esta certeza, la experiencia histórica nos enseña que la violencia es también el último recurso del desesperado. Las décadas finales del siglo XX se desarrollaron bajo un estado de calma tensa que tuvo su mejor ejemplo en la Guerra Fría; una estudiada dinámica de amenazas sin agresiones. Sin embargo, tras la caída del Muro y, en consecuencia, la carencia de un bloque opuesto a los intereses de Occidente, el mundo parecía haberse unificado bajo el paternalismo del bienestar y caminar hacia la convivencia pacífica propia de una civilización desarrollada. Pero no somos nosotros, los ciudadanos de a pie que pagamos nuestros impuestos, quienes decidimos el grado de estabilidad del mundo, sino los poderes fácticos. Así pues, desde la llegada de la crisis financiera a los Estados Unidos, en 2008, y la postrera crisis del euro en el viejo continente, la entente pacífica se fue rompiendo y el runrún de la violencia comenzó vibrar con fuerza.
En 2011, tres años después del estallido de la burbuja de las subprimes, llegó a nuestra orilla una ola de protestas pacíficas que aglutinaban todo el descontento social acumulado durante años. Acampadas callejeras como el 15M, Occupy Wall Street o las primaveras árabes funcionaron durante un breve periodo de tiempo como un espejo que creaba la ilusión de que el pueblo tenía voz, capacidad para exigir e incluso cierto poder de decisión. Pero enseguida nos dimos cuenta de que la esperanza seguía siendo una quimera, pues lo que parecía una apertura hacia la ilusión, una limpieza democrática en Occidente y una eventual llegada de la democracia a un puñado países árabes, o bien se esfumó como gas en el aire o bien terminó en revueltas callejeras violentas que, en algunos casos, como el de Siria o Libia, desencadenaron una guerra civil. Además, a mediados de 2014 estalló otro conflicto: el de Ucrania, que reactivó las alarmas bélicas apagadas en Europa desde la Guerra de los Balcanes; las muertes, las hambrunas, las migraciones masivas de refugiados. Por si esto fuera poco, por esas mismas fechas el ISIS irrumpió con fuerza en la escena mundial, saltando desde la insurgencia siria al mundo globalizado con una puesta en escena espectacular por su primitivismo sádico y su capacidad para atraer fanáticos.
Resulta cuando menos curioso que la caída del régimen financiero coincidiera con la ruptura de la paz de la que disfrutábamos los burgueses ciudadanos occidentales, acostumbrados a ver la televisión digital tumbados en nuestro sofá de piel mientras escuchábamos las noticias sobre bombardeos en Palestina como si fueran el argumento de un serial televisivo. Es obvio que sin dinero no hay estabilidad, pero el dinero no lo crean los estados, sino ciertas entidades privadas llamadas bancos. Por consiguiente, con la aparición de la crisis se redujo el crédito e incrementó la dificultad de la clase media para acceder a los recursos, pero también llegó el temor y la desesperación, la realidad y la carestía, la desconfianza y los impagos, y se acabó el miedo a perderlo todo, pues ya casi nadie tenía mucho que perder.
Como ya ocurriera tras la Gran Depresión, con los prolegómenos de la II Guerra Mundial, la crisis económica ha traído consigo el runrún de la violencia. Ésta sigue estando, de alguna manera, relacionada, o incluso regulada y dominada, por los poderes fácticos, que la controlan o la desencadenan en función de sus intereses. Ahora bien, para que este runrún se convierta en una seria amenaza para la humanidad se precisa que un lunático sea aupado de forma democrática a la presidencia de una gran nación. Algo que no obstante puede ocurrir si Donald Trump o Marie LePen aprovechan la debilidad de un electorado desilusionado, atemorizado, desesperado y acechado por las deudas, como ha ocurrido a modo de preludio con el Brexit. Al fin y al cabo, como vemos estos días en la Eurocopa de Francia, la violencia permanece arraigada en lo más profundo del hombre, esperando que alguien la despierte de su letargo. Aunque sea difícil de creer, el ser humano, o parte de su especie, sigue siendo tan salvaje como hace siglos, pues disfruta infligiendo daño y dolor, creando caos y destrucción. O al menos, atemorizando a otros por medio de ese sonido metálico que retumba en los tímpanos; el runrún de una violencia y un odio de los que debemos huir como de una tormenta de verano.