Camila nació una cálida tarde de abril.Su belleza y ternura hicieron de ella una de las más mimadas niñas de la isla.Fue el tesoro de sus padres, tíos, abuelos; más tarde, de sus maestros, compañeros y amigos…Camila era un sol resplandeciente, una brisa fresca de verano, un remolino tibio en el arroyo.Siempre gentil, franca, sencilla, apasionada y enamoradiza. Era la mejor compañera de juegos, la amiga incondicional y la diligente hija… Cuando Camila llegaba a un lugar la alegría y la charla se instalaban. El recinto se llenaba de luces, de brillos y de risas; el dolor y la tristeza se escapaban por la ventana más cercana. Ella era un ángel de cabellos rojizos, con rizos que colgaban (algo enmarañados) a los costados de un rostro delicioso: curiosos y tiernos ojos verdes, traviesas pecas que se salpicaban desordenadamente sobre las siempre ruborizadas mejillas y sobre una nariz pequeña y perfecta, y una boca delicada que se veía coronada - con habitual frecuencia - por una sonrisa blanca, franca. Era el rostro de un ángel pícaro y travieso, pero enamorado de la vida.
Lucas llegó al mundo una noche fría de agosto.Tal vez esta condición, sumada a la apatía y desamor de su familia, permita analizar una situación médica tan curiosa como inexplicable: Lucas no tenía corazón.Nadie nunca pudo comprender cabalmente esta condición clínica, pero Lucas vino a este mundo sin un corazón.Ningún medicamento (tradicional o menos ortodoxo) pudo ayudarlo y, así, estuvo condenado a vivir sin corazón que le permitiera guardar sentimientos o percibir sensaciones más vívidas.Quizá por esto, Lucas era un muchacho de mirada fría y perdida, con escasos amigos, que creció sin sentimientos y sin el cariño de su familia que, aunque no lo abandonó, tampoco le prestaba la menor atención.Lucas no sentía nada: era incapaz de disfrutar del viento pegándole en la cara o del sol caldeando sus siempre pálidas mejillas.No se conmovía ante el canto de los pájaros; no disfrutaba de correr por los campos poblados de manzanillas; no sonreía ni lloraba porque jamás supo (o pudo) reconocer la alegría o la tristeza.Esta agobiante apatía se veía reflejada en su rostro blanquecino, con incipientes ojeras que coronaban sus vacíos ojos negros.Sus cabellos también negros y su pequeña boca morada completaban el rostro decepcionado e insípido del muchacho que nunca pudo mostrar su sonrisa blanca porque no sabía lo que era divertirse o sentirse feliz.
Felicidad, bella y pretenciosa palabra. Desvalorizada muchas veces.Trillada otras tantas.Efímera, describe un sentimiento a veces esquivo al que todos pretendemos alcanzar para asir con fuerzas aunque sea por un ratito.Pobre Lucas, nunca pudo conocer su verdadero significado; para él sólo era un término vacío y opaco de nueve letras.En cambio, Camila conocía muy bien a la felicidad porque tomaban el té juntas casi todas las tardes.A Camila le producía mucha felicidad saberse viva cada mañana al despertar, disfrutar de la torta de chocolate que preparaba su abuela, escuchar el trinar de los pájaros, caminar descalza sobre la espuma de sal que el mar deposita sobre la costa, pasear bajo la lluvia con los brazos abiertos en cruz, mirando al cielo y ayudar a los demás…
Un día, por casualidad, Camila conoció a Lucas.Fue una tarde de verano cuando ella buscaba un libro de plantas para regalarle a su papá en una librería del centro.Le llamó la atención aquel muchacho gris y desabrido que, con cara de aburrimiento, revolvía las pilas de libros con visible apatía.Camila dejó lo que estaba haciendo para observarlo mejor y cuando Lucas la miró le sonrió, pero él no le devolvió más que una mirada lánguida y triste. Camila no podía comprender.Primero, pensó que se trataba de un muchacho muy descortés por no haberle correspondido tan amable e inocente saludo; sin embargo, solamente con ver a Lucas bastaba para darse cuenta de que los colores y la dicha le eran esquivos.Esa terrible sensación de tristeza y vacío que Lucas proyectaba impulsaron- como un aceitado mecanismo interno – a la dulce Camila a su lado.No pudo evitarlo, una voz interior le hizo saber que ese desconocido necesitaba consuelo y socorro. Así, se acercó, se presentó a Lucas y le ofreció ayudarlo a buscar algún tesoro escondido en el exhibidor de ofertas y saldos.El triste muchachito le agradeció y pasaron la tarde juntos, revolviendo pilas de libros.Tan entretenida estaba Camila ayudando a su nuevo amigo que olvidó por completo la tarea que, horas antes, la había llevado a aquella librería.
Desde ese momento, la bella y vivaz muchachita de cabellos rojizos, ojos verdes y rostro angelical no quiso separase más del insípido y gris jovencito de vacíos ojos negros.Día tras día, Camila se encontraba con Lucas para pasar las tardes conversando o paseando. A veces, el sol del campo o la playa proyectaban un rubor cálido sobre las mejillas del insensible Lucas. Otras veces, los rayos de la luna imprimían un cierto brillo a sus oscuros ojos negros. Camila no podía entender cómo su amigo vivía sin corazón; cómo era incapaz de sentir algo; cómo no tenía pasiones que lo llevaran a querer beber toda la vida de un solo sorbo.
Lucas disfrutaba – a su manera – de pasar tiempo con su nueva amiga y se dejaba arrastrar por sus planes, sus juegos y sus deseos.Pero, lo que más disfrutaba era recostar su cabeza sobre el pecho de Camila para sentir el incesante tuc-tuc, tuc-tuc de los latidos de su corazón.Ese sonido tibio y amplificado resonaba en su cabeza en contraposición con el vacío de su propio pecho.Corrían por los campos sembrados de aromáticas flores silvestres, saboreaban riquísimas tortas de ricota o de manzanas, caminaban descalzos por la arena fría de la orilla y se recostaban para ver la aparición de la luna en el cielo negro que, poco a poco, se poblaba de brillantes estrellas.Conversaban de sus días, gustos y sueños.De vez en cuando, Lucas sonreía con una risa tierna y divertida cuando Camila lo llenaba de cosquillas y abrazos.
Con el paso del tiempo, ocurrió algo impensado: Camila se enamoró de Lucas. Nadie podría entender tamaño sentimiento; un muchacho insípido, vacío e insensible había hecho nacer el más puro y bello sentimiento de amor en la jovencita más tierna, hermosa y apasionada de la isla.Quizá, la explicación se encuentre escondida en el mismo acertijo.Es que Camila tenía un corazón tan grande que podía enamorarse, incluso, de alguien como Lucas. De igual manera, si él hubiera tenido un corazón – seguramente - se hubiera enamorado de Camila.
Pasaron algunos meses, los jóvenes continuaron viéndose y compartiendo planes, juegos, charlas y paseos. Camila, día a día, se enamoraba más de aquel muchacho que con su ayuda, esporádicamente, sonreía y se le iluminaban los ojos y las mejillas.
Finalmente, una fría noche de verano, Camila tomó la más terrible y generosa decisión de su vida: si la ciencia no había podido ayudar a Lucas, ella – utilizando un viejo embrujo de lo chamanes del Caribe – lo haría.Preparó la pócima mágica según le habían indicado. Se vistió con el vestido floreado que tanto le gustaba. Escribió varias cartas (para sus padres, su abuela, su mejor amiga y para Lucas). Bebió el brebaje mágico y se recostó en su cama mientras pensaba en la belleza de los campos de manzanillas, el sol cuando le pegaba en la cara, las deliciosas tortas de su abuela, el sonido de las olas rompiendo sobre las rocas, el canto de los pájaros y la mueca casi feliz del rostro de Lucas. Radiante y sumida en esos pensamientos se quedó dormida.Para siempre.
A la mañana siguiente, Lucas fue a reunirse con su amiga en la playa, tal y como habían convenido el día anterior.Se sentó a esperarla, disfrutando del aire fresco del mar que le pegaba en el rostro con gentil violencia.Sin embargo, algo le llamó la atención: se sentía distinto.Nunca antes había reparado en la belleza de la sensación producida por el viento marino, golpeando su rostro.Nunca antes había sentido.Pero, había algo más.Una enorme sensación de tristeza lo inundaba y confundía, al mismo tiempo, porque no conocía ese sentimiento.Fue entonces que, poco a poco primero y con fuerza después, Lucas comenzó a llorar.Lloró desconsoladamente mientras ponía la mano sobre su pecho – como intentando calmar o mitigar, al menos, tanta angustia – y, así, sintió por primera vez en su vida el tibio y amplificado sonido del tuc-tuc, tuc-tuc de su propio corazón.
©Silvina L. Fernández Di Lisio
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