
"Jaime", le digo mientras arranco, "abre bien los ojos, a ver si los ves". "¡Alba!", él está agitado, "¡mira tú también!". Pero Alba ni siquiera había reparado en la joven pareja. El pequeño, sentado en su asiento, se mete el dedo pulgar en la boca; lo hace siempre que va a dormir. Elijo una ruta; en realidad, no elijo, pues tomo la de siempre: soy de piñón fijo, como dice mi esposa. "¡Ahí está el padre!" -dice Jaime, al subir por una avenida. Se lo ha tomado muy en serio: la ventanilla del coche bajada, la cabeza fuera, mirando como quien busca un taxi. Paro el coche, en cuanto puedo, y me lanzo a la carrera en dirección a la pareja; Jaime viene conmigo: es pura adrenalina; yo también. Era un tipo fuerte, creo. Habrá que enseñar los dientes. Como diga de pincharme...Rebaso a la madre con las dos niñas y me encaro con el muchacho: "¡Devuélveme lo que me has cogido!", mientras hago el típico movimiento con la mano derecha. No parece sorprenderse, y empieza a emitir sonidos entrecortados. Resulta que es mudo. Llega la madre y me dice que han tirado el bolso en un contenedor de basura, más arriba. "Pues ahora mismo, me acompañáis a donde está". Se muestran dóciles, y ella empieza a decir una serie de mentiras hilvanadas sobre la marcha. Está muy tranquila, y yo me voy calmando. El muchacho señala con el dedo e intenta explicarme que ha sido la niña mayor la que ha cogido el bolso. La madre ratifica la versión del joven, pero la niña protesta: "¡Yo no lo he cogido!". Sonrío, no tiene sentido discutir.

Unos minutos después (ella insiste en explicarme que lo ha tirado, porque para qué lo quiere), llegamos al dichoso contenedor. "¡Coge el bolso!" ordena la joven al muchacho. Se inclina sobre el borde, mete la mano y ahí está. "Comprueba que lo tienes todo", me dice. "Yo, ¿para qué quiero un bolso lleno de tarjetas?". Supongo que es la desfachatez que da la necesidad. No salgo de mi asombro, pero estoy tan contento de haber recuperado la billetera, que no reparo en lo que dice. Está completa, todas las tarjetas y mi DNI; sólo faltan unas monedas. No se las voy a pedir. Está también la estampa de San Josemaría que un muchacho me entregó al entrar en la Catedral. "Toma, esto para ti" -le digo a la madre; está claro que ella lleva la voz cantante. "¿Esto qué es?", pregunta y por primera vez, veo sorpresa en sus ojos. "Una estampa de un santo, para que le reces". Miro a la pequeña, y le paso suavemente el dedo índice por la mejilla; me sonríe abiertamente. Nos marchamos en busca del coche, con prisa; quiero darle la buena noticia a Alba. A unos metros del vehículo, levanto el bolso con la mano derecha, a modo de trofeo.Cuando entro en el coche, Alba está feliz. "¿Has rezado?" -le pregunto. "Sí, a San Josemaría, y a la abuela".