Revista Cultura y Ocio
El último cajón del blanco secreter lacado contenía una pistola, ingentes fajos de billetes de 500 euros y documentación variada de medio centenar de hombres y mujeres de rasgos asiáticos.
Dentro de un sobre blanco, blasonado con la imagen de un cisne negro, Fabio encontró una foto en primer plano de la verja que circuía el fastuoso y espléndido perímetro del Banco de España en Madrid.
En el reverso, la esmerilada caligrafía de Anaiis rezaba: martes 25 de junio a las 11:40.
El empresario italiano se atusó la corta cabellera negra y engominada y estudió atribulado el sucinto mensaje, reteniendo a duras penas la cólera ante lo que parecía una cita flagrante con el embuste, la impostura y la doble vida de su esposa.
Poco a poco comenzaba a desdibujarse el bosquejo de un supuesto amante infatigable que “secuestraba” a su mujer a horas intempestivas. La pistola en el cajón, los fajos de billetes y la documentación estrafalaria revirtieron el rumbo de sus pensamientos hacia derroteros dramáticamente antinómicos y de naturaleza aterradora.
Por otro lado, la fotografía… ¿proponía un encuentro sibilino que acaecería dentro de 3 días? Fabio se desdijo inmediatamente y reestructuró sus pensamientos, dando vueltas por el flamante apartamento que habían comprado años atrás en Puerto Banús.
Trató de devolverle a su mujer las vestiduras de intachable probidad como esposa fiel y mujer apocada y candorosa de sólidos pilares religiosos.
Pero entonces retornó al escenario de sus pensamientos el recopilatorio de sospechosa huella criminal, oculto en el cajón que siempre estuvo cerrado, que siempre custodió Anaiis bajo llave, que siempre pregonó como vetado, prohibido, privado…
La dulce y frágil costurera de linaje parisino estaba de nuevo en Madrid, como casi siempre, pasando unos días con su amiga Bernardette… eso había dicho, eso decía siempre… ¿existiría realmente la tal Bernardette?
Entonces suplieron en el escenario a las profundas cavilaciones otras mucho más lúgubres que proyectaban siniestras sombras sobre un clan clandestino, conformado por ignotos personajes anónimos de origen asiático: (“medio centenar de documentación variada de hombres y mujeres dentro de un cajón prohibido…”)
Se le estaba arrugando el traje gris impecable de tanto tirar de las mangas y solapas, de sentarse y de levantarse constantemente, como si fuera un convicto que mirara de frente la soga del patíbulo.
Fabio se quitó las gafas tintadas y se enjugó el rostro. Estaba sudando, pero no hacía calor. La exudación provenía de la angustia y el miedo. De pronto, Annais se había convertido en una extraña. Su rostro delgado, como de quebradizo cristal de Bohemia, se le antojaba ahora la corteza de una imagen enmascarada.
Acaso sus modales tenues y el ornato de su gazmoñería ocultaran una insidia, una añagaza tramada con alevosía y premeditación. La bella ninfa de cabellos largos y dorados que remendaba chaquetas y calcetines se había tornado de pronto en malévola sospecha, interrogante maldito, una pregunta pendiendo de hilos invisibles de un cielo borrascoso.
Ahora se le antojaba pueril e irrisoria la teoría del amante infatigable que esperaba a su esposa junto a las vías del tren de la estación de Atocha de Madrid. Ahora su rompecabezas de piezas descolocadas comenzaba a bosquejar un cuadro alarmante e inesperado: un cajón prohibido, una pistola, fajos de billetes, una fotografía en Madrid y una cita con el tiempo a tres días vista.
MARTES 25 DE JUNIO DE 2013, MADRID.
“Disfrazado” de turista, con su visera roja de los Ángeles Lakers, bermudas de cuadros negros y amarillos y una camiseta con la imagen estampada de la cantante Christina Aguilera, Fabio se asemejaba al prototipo de viajero fondón norteamericano que busca el asilo de la “movida” madrileña, tapas, sesiones interminables de ebriedad y cientos de fotos vertidas en el Museo del Prado o el de Reina Sofía.
Acaso su tez morena le confiriera un cierto aire hawaiano. Era un hombre fuerte, de estatura baja, apuesto, con una pizca de arrogancia tallada en su mandíbula cuadrada y sus ojos negros, pequeños, astutos, implacables.
Todavía a sus 43 años suscitaba pasiones entre las adolescentes, que quedaban prendadas cuando le veían en el interior de su flamante Maseratti negro metalizado.
Consultó su reloj. Eran las 11:27. Su mujer, la modosa costurera que había denegado los lujos de la vida regalada para quemar sus días entre agujas, puntadas e hilo, se acababa de apear de un destartalado Ford Mondeo gris metalizado ocupado por dos hombres y dos mujeres de aspecto azerbaiyano.
Fabio, que fingía hacer fotos a diestro y siniestro, observó cómo la siniestra comitiva se dirigía con afable camaradería hacia el objetivo: el Banco de España.
Reconoció de inmediato la verja que circuía el emblemático edificio, tal y como aparecía en la fotografía que encontrara en el cajón vetado. Era una laboriosa y bellísima muestra de orfebrería, jalonada de aspas y estrellas que conformaban un tejido de acero ornamental y místico. Departían, confabulaban, tramaban algo…
(“¿Quién es esa gente, Anaiis”?) (“¿De qué les conoces?”). (“¿Qué diantres haces tú con esa gente? ¿Qué diantres tramáis?”)
El espurio turista norteamericano con la camiseta de Christina Aguilera seguía “reventando” el flash de su cámara, como si quisiera atrapar Madrid en el seno del objetivo.
A las 11:37 se produjo la escisión. El conciliábulo, liderado al parecer por un hombre enjuto y alto, de pómulos prominentes, ojos hundidos y perilla de carnero, se disgregó en opuestas direcciones con el paso calmado del viandante jubilado.
Se dirigían cada uno a un vehículo diferente. Anaiis s había quedado relegada, parada ante la verja del banco de España como un poste de telecomunicaciones.
(“¿Qué haces tú con esa gente, Anaiis?, ¿Por qué guardas una pistola junto a un montón de dinero y documentación extranjera? ¿De dónde ha salido todo ese montón de dinero?)
Le bombardeaban los interrogantes. Entonces reparó en una mochila azul colgada en el filo de las metálicas aspas de la verja.
(“¡Eso no estaba ahí hace un momento!”)
Algo parecido a su corazón, pero de frío pedernal, se congeló en su pecho. Terror, agonía, desconcierto…
A las 11:39 el hombre alto de tez oscura y barbilla de chivo se abrió el largo gabán gris con que ocultaba su figura raquítica ante un volvo negro metalizado.
Se echó la mano derecha al bolsillo. Era una mano huesuda, cadavérica. Anaiis, ese poste de telecomunicaciones enhiesto, hizo de pronto un ademán, una señal en realidad, y susurró algo, como si hablara a través de un sistema de intercomunicación oculto.
En menos de cinco segundos, la calle quedó completamente tomada por la policía y los compinches de su mujer eran apresados antes de que pudieran detonar los explosivos colocados en el interior de la mochila azul que pendía de la verja del Banco de España.
Fabio no daba crédito a lo que veían sus ojos cuando observó como la apocada costurera de cabello pajizo y lánguida mirada melancólica celebraba la detención con sus compañeros de brigada entre ovaciones y saludos de camaradería.
El hombre alto con perilla de chivo le dirigió una mirada de odio a Anaiis, la pérfida traidora, la aliada desleal que les había vendido jugando a dos bandas; presunta costurera, falaz terrorista, camuflado agente secreto de las fuerzas especiales de la policía.