Revista Opinión

El secreto de la vida de oración

Publicado el 10 septiembre 2019 por Carlosgu82

Parte 1

Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta,

ora a tu Padre que está en secreto.”

—Mateo 6:6

La Vida de Oración.

Nuestro Señor da por hecho que su pueblo orará. Y por cierto, en las Escrituras, la obligación externa de orar por lo general es algo que se implica en lugar de ser algo que se impone. Impulsada por un instinto divinamente implantado, nuestra naturaleza clama buscando a Dios, al Dios viviente. Y no importa lo apagado que pueda estar este instinto por el pecado, despierta con poder en la conciencia de la redención. Los teólogos de todas las corrientes de opinión, y los cristianos de todo tipo,  coinciden en el reconocimiento de este principio de la nueva vida. Crisóstomo ha dicho: “El hombre justo no deja de orar hasta que deja de ser justo”, y Agustín: “El que poco ama, poco ora, y el que mucho ama, mucho ora”, y Richard Hooker: “La oración es lo primero con que empieza la vida recta, y lo último con que termina”, y Père la Combe, “El que tiene un corazón puro nunca dejará de orar, y el que está dispuesto a ser constante en la oración sabrá lo que es tener un corazón puro”, y Bunyan: “si no es usted una persona que ora, no es cristiano”, y Richard Baxter: “La oración es el aliento de la nueva criatura” y George Herbert: “La oración…la sangre del alma.”

“Querido lector cristiano”, dice Jacob Boehme, “orar bien es trabajo intenso”. La oración es la energía más sublime de la cual es capaz del hombre.1 En un sentido es gloria y bendición; en otro, es trabajo y tribulación, batalla y agonía. Las manos levantadas comienzan a temblar mucho antes de que la batalla es ganada, los nervios en tensión y la respiración jadeante proclaman el agotamiento del “siervo celestial”. El peso sobre el corazón adolorido llena el rostro de angustia, aun cuando el aire de la medianoche sea fresco. La oración es el alma terrenal elevándose al cielo, la entrada del espíritu purificado al lugar santísimo; el rasgado del velo luminoso que resguarda, como detrás de cortinas, la gloria de Dios. Es la visión de las cosas no vistas; el reconocimiento de la mente del Espíritu; el esfuerzo por formar palabras que el hombre no puede pronunciar. El hombre que realmente ora una oración,” dice Bunyan, “ya no podrá, después de eso, expresar con su boca o su pluma los indescriptibles anhelos, sensaciones, amor y esperanzas dirigidos a Dios en esa oración.” Los santos de la iglesia judía tenían una energía admirable en su oración intercesora: “Golpeando las puertas del cielo con tormentas de oraciones,” tomaban el reino del cielo con violencia. Los primeros cristianos comprobaron en el desierto, en el calabozo, en el estadio y en la hoguera la verdad de las palabras de su Señor. “Pedid, y se os dará.” Sus almas ascendieron a Dios en súplica, mientras las llamas del altar se alzaban hacia el cielo. 

Podríamos mencionar fácilmente múltiples ejemplos, pero no necesitamos ir más que a las Escrituras para encontrar ya sean preceptos o ejemplos que nos impresionen por lo ardua que es la oración que prevalece. ¿Acaso la súplica del salmista: “Avívame en tu camino…vivifícame en tu justicia…vivifícame conforme a tu misericordia…vivifícame conforme a tu juicio…vivifícame, Oh Señor, por amor de tu nombre”; y la queja del profeta evangélico: “Nadie hay que invoque tu nombre, que despierte para apoyarse en ti” no encuentran eco en nuestra experiencia? ¿sabemos lo que es “trabajar,” “luchar” “agonizar” en oración?

Existen ocasiones cuando aun los soldados de Cristo descuidan lo que se les ha confiado y ya no velan con cuidado el don de la oración. Si algún lector que lee estas páginas nota pérdida de poder en la intercesión, falta de gozo en la comunicación, dureza e impenitencia en la confesión atienda esta advertencia: “Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras.”

“Oh, estrellas del cielo que pierden su brillo y flamean,  

¡Oh, olas que susurran abajo! 

¡Era tierra, o cielo o yo igual un año, un año atrás! 

Las estrellas siguen morando en el cielo,  

Las olas siguen sus embates de siempre; 

El amor que yo una vez tenía se ha perdido  desde un año, un año atrás.”

El único remedio para esta falta de ganas es que debemos “volver a encender nuestro amor”, como escribiera Policarpo a la iglesia de Éfeso, “en la sangre de Dios.” Pidamos un nuevo don del Espíritu Santo para sacudir nuestro corazón perezoso, una nueva indicación de la caridad de Dios. El Espíritu nos ayudará a superar nuestras debilidades, y la misma compasión del Hijo de Dios se derramará sobre nosotros, arropándonos de fervor, agitando nuestro amor hasta transformarlo en una vehemente llama, y llenando de cielo  nuestra alma. El hombre debe “orar siempre”—aunque desmayar espiritualmente le sigue a la oración como una sombra—“y no desmayar.” El terreno en que la oración de fe echa raíz es una vida de comunión constante con Dios, una vida en que las ventanas del alma siempre están abiertas hacia la Ciudad de Descanso.

No conocemos el verdadero poder de la oración hasta que nuestro corazón está tan firmemente cerca de Dios que nuestros pensamientos se vuelven a él, como por un instinto divino, cuando se encuentra libre de las preocupaciones por las cosas terrenales. Se dice acerca de Origen (en sus propias palabras) que su vida era “un suplicar sin cesar”. Por este medio por sobre todos los demás se cumple el ideal perfecto de la vida cristiana. La comunión entre el creyente y su Señor nunca debería interrumpirse.

“La visión de Dios,” dice el Obispo Westcott, “hace que la vida sea una oración continua.” Y en esa visión todas las cosas fugaces se resuelven solas, y se ven en relación con las cosas que no se ven. En un sentido amplio de la palabra, la oración es la suma de todo el servicio que le rendimos a Dios,8 de modo que el cumplimiento del deber es, en un sentido, la realización de un servicio divino, y el dicho conocido, “Obrar es adorar” se justifica. “Mas yo oraba”, dijo un salmista (Sal. 109:4). “En toda oración y ruego, con acción de gracias”, dijo un Apóstol. 

En el Antiguo Testamento se describe con frecuencia la vida saturada de oración como un caminar con Dios. Enoc caminó en seguridad, Abraham en perfección, Elías en fidelidad. Los hijos de Leví en paz y equidad. O se le llama un morar con Dios, como cuando Josué no se iba del tabernáculo, o como ciertos artesanos en la antigüedad vivían con el rey al trabajar para él. También se le define como un ascender del alma a la Presencia Sagrada; como los planetas “contemplando cara a cara”, suben a la luz del rostro del sol, o como una flor, llena de belleza y fragancia, se extiende hacia arriba hacia la luz. Otras veces, se dice que la oración es concentrar todas las facultades en un ardor de reverencia y amor y alabanza. Así como una nota musical puede lograr la armonía entre varias voces mutuamente discordantes, los impulsos reinantes de la naturaleza espiritual unen al corazón para que tema el nombre del Señor. 

Pero la descripción más conocida, y quizá la más impresionante de la oración en el Antiguo Testamento se encuentra en los numerosos pasajes en que la vida de comunión con Dios se describe como un esperar en él. Un gran erudito ha dado una definición hermosa de esperar en Dios: “Esperar no es meramente permanecer impasible. Es esperar—esperar con paciencia y también con sumisión. Es anhelar, pero no impacientemente; es querer, pero no preocuparse por la demora; estar a la expectativa, pero sin inquietarse; es sentir que si no llega cederemos, y aun así negarnos a dejar que la mente piense en ceder al pensamiento de que él no vendrá.”

Ahora bien, nadie diga que una vida así es visionaria e infructuosa. El verdadero mundo no es este velo de los sentidos que nos cubre; la realidad pertenece a aquellas cosas celestiales de las cuales lo terrenal es meramente “copia” y similitud. ¿Quién es tan práctico como Dios? ¿Quién, entre los hombre, ha dirigido tan sabiamente sus esfuerzos en las circunstancias y las ocasiones que ha sido llamado a enfrentar, como lo ha hecho “el Hijo del Hombre que está en el cielo”? “Los que oran bien, trabajan bien. Los que oran más, obtienen los más grandes resultados.”10 Usando la frase impresionante de Tauler: “En Dios, no hay obstáculos.”


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