He medido mi vida con cucharillas de café…
(T.S. Eliot)
El mal sino en la vida puede que no empiece el día que naces, pero si ha de llegar, no tardará mucho más en aparecer de lo que lo haga eso que te señala. En su caso, no tenía queja de su llegada al mundo hasta que escuchó a su madre susurrar entre sollozos su nombre.
“Nápoles”. ¡Toma ya! Esa mujer sudorosa y ensangrentada que lo había mantenido a salvo en sus entrañas, tuvo un lapsus hippie mientras lo sostenía contra su pecho y, recordando sus sueños frustrados de historiadora clásica había decidido en aquel momento marcar a su hijo de por vida.
Tener nombre de ciudad es complicado; no eres grande cual continente y tampoco vas por la vida contándole al mundo el porqué de tu contenido. Pero vamos, puestos a marcar tendencia, podía haber tirado de clásicos de túnica y sandalias. Héctor, Hércules, Aníbal, Zeus…
Quizá con un nombre de peso hubiera sido más fácil el primer día en la oficina. Dos noches antes, la ciudad lo había acogido como lo habían hecho en el colegio, en el instituto y en la cantina de la facultad: pasando olímpicamente de él y de las tres maletas que tenía que llevar amarradas una a otra para poder tirar de ellas sin que se le cayese la bolsa de deporte ni el maletín del portátil hasta llegar sanos y salvos al piso que acababa de alquilar. Atlas hubiera sido un buen nombre, joder.
Trabajar para una multinacional tiene algo bueno; un cubículo de 2×3 metros no da para muchos aspavientos ni para demasiadas visitas. El ordenador, un fichero de cinco cajones, la torre de expedientes haciendo equilibrios, la papelera, la esquina de la mesa y buscar un lugar para la grapadora, le dejaban poco sitio a él y mucho menos a otro cuerpo, así que más allá de alguna cabeza flotante y una presentación fugaz, el mes pasó rápido.
Lo peor era la hora de la comida. Cada día le tocaba ir a un restaurante cercano a pasar el trago del menú mirando del mantel al reloj hasta que pasaran las dos horas que tenía “libres” para volver a la oficina. Odiaba tanto presentarse como estar solo en los sitios públicos, así que la primera semana se llevaba algún sándwich de casa y se escondía en el baño con una lata de la máquina del pasillo y el móvil bien cargado de batería, pero la limpiadora del turno de tarde había empezado a mirarlo sospechosamente, marcando mucho sus “buenas tardes” cada vez que se cruzaban en el baño, así que se había rendido a la evidencia de que, para integrarse, debía salir del edificio de tres a cinco como todos, a estar solo como siempre. Esa voz en off profunda y seria que le dictaba evidencias y consejos a modo de padre en su cabeza, le había dicho que se dejase de tonterías y utilizase la tarjeta de la empresa para comer en condiciones. Al menos, le acompañaba repasando lo hecho y lo por hacer entre bocado y bocado.
Si los nombres no marcan tendencia, por lo menos sí que dictan parte de nuestra personalidad. Así que él era como la ciudad que antecedía sus apellidos. Reservado, caótico, irremediable, de corte clásico y de grandes contrastes…
Empezó a fijarse en la gente que lo acompañaba el día que tuvo que levantar la vista al oír su nombre y un “y de beber ¿lo de siempre?” de la camarera. Una chica de poco usada mayoría de edad que le sonreía y que lo miraba de forma fija e indiscreta manteniendo poco las distancias. Sonrojado después de balbucear un “ajam” intentó distraerse un poco para recomponerse antes de que ella volviese. Siempre, ahora abarcaba dos semanas y no le sonó mal.
El lugar era pequeño y luminoso y de una ojeada rápida reconoció, de habérselos cruzado entrando y saliendo, las caras de los habitantes de al menos cuatro mesas. Ese lunes la comida pasó más rápido.
El martes entró al restaurante y detectó a los usuales que ya estaban sentados y las mesas vacías de los que estaban por llegar. Se fijó un poco más en la camarera. Se llamaba María y era guapa, sí. Bajita, curvada y ágil, se movía con gracia por entre las mesas sin dejar que la camisa, algo pequeña, le jugase una mala pasada al servir los platos.
En el ventanal se sentaba una reunión de perfumadas señoras mayores. Llegaban siempre puntuales a las 3.30 y para cuando acababan de acomodarse ya tenían sobre la mesa las tazas de café y una botella de pacharán. Se acercó a ellas y pidió, reverencia incluida, que las dejase acompañarlas. No ocultaron su sorpresa, pero tras mirarse todas le hicieron un sitio. Se presentaron y la conversación no tardó en arrancar. Ellas, aduladas, hablaban de quienes eran y él, caballeroso, resaltaba detalles de quienes fueron que aun podían verse en sus rostros y en sus gestos, rellenando sus copas más rápido de lo usual. A mitad de la botella, deslizar la mano al bolso de Doña Carmen y sacarle la cartera fue tan sencillo que le costó aguantar la risa.
— ¿Me cuentas a mí también eso que te hace tanta gracia?
La voz de María lo hizo volver en sí. Estaba sentado en su mesa, delante de un segundo casi sin tocar, y ella ya estaba preguntando si le llevaba el postre.
El miércoles en el menú había codillo de cerdo. Eso hacia venir, a las dos en punto, cada semana a un hombre que se sentaba en la mesa justo en frente de la suya. Trajeado y robusto, se le veía descansado y tranquilo cuando comía. “Es lo que tiene comer sin horarios, que se te va la prisa y se te vienen las ganas”, le dijo palmeándose la tripa cuando Nápoles afirmó que el plato estaba para repetir. Era el jefe de una empresa de suministros y mantenimiento de fincas y pozos, sabía demasiado del barrio por su trabajo, de la ciudad por los años que tenía y se callaba poco de lo que pensaba. Conocía bien a los que había en el restaurante y con el primer susurro hizo que Nápoles se fijase en las mesas del fondo, en los de detrás de la barra con el postre, y en la mujer de azul justo antes de que el teléfono le sacara de su ensoñación y se diera cuenta de que era hora de pagar y salir corriendo.
La mujer de azul siempre se sentaba pegada a la pared de la izquierda, cerca de los aseos, sola en una de las mesas pequeñas para dos. De cerca se notaba que estaba acostumbrada a estar al cargo de varias personas, a hacer más de tres cosas a la vez y a andar en tacones más de seis horas al día. Alzó una ceja al ver sentarse a Nápoles sin pedir permiso pero no se negó. Aquel jueves, menú aparte, acompañaron la comida con vino tinto. Al terminar su único plato la mujer de azul se levantó y se fue al baño. Si se sorprendió al ver entrar a Nápoles, no se le notó. Cuando él la cogió del cuello y la besó, sus manos fueron directamente a su cremallera. Las medias de liga y la lencería cara aguantaron bien las prisas y la poca delicadeza. Nápoles hundía sus dedos en los muslos de una mujer fibrada y madura que, acostumbrada a mandar, se dejaba hacer subida a horcajadas en él que la sujetaba y la embestía obligándola a gemirle bajito y al oído.
— A ver si me dices cuál es el secreto, Nápoles, para que cada día vengas con menos hambre y te vayas con esas sonrisas con las que te vas…
Nápoles levantó la cabeza de su mesa y vio a María. Se fijó en ese botón que luchaba por no soltarse de un ojal dado de sí, en el pequeño tirabuzón que se le escapaba de la coleta, en la mano apoyada en su cadera redondeada y le devolvió la sonrisa con la que ella decía su nombre. Giró la cabeza y vio al fondo sola a la mujer de azul, que al notarse observada, levanto la vista y se los quedo mirando dos segundos antes de seguir con su café, atendiendo su llamada y revisando su iPad.
— Mañana, María. Que es viernes y si quieres, te invito a comer por ahí.
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