Pedro Paricio Aucejo
Gracias al sentido del tacto, la percepción humana adquiere un valor perdurable y persuasivo. Al tocar algo, captamos cuáles son sus cualidades, pero también detectamos que estas agitan nuestro interior y, desencadenando nuestras emociones, mueven nuestros sentimientos y nos permiten mantener la conexión y la comunicación con los demás. En el trance existencial del amor, el beso –como delicada forma de manifestación del tacto– otorga afirmación al afecto sentido por lo amado y evidencia la pretensión de entrar de alguna manera en lo querido. Como expresión del cariño que se da o se recibe, el beso aporta bienestar y gozo al ser humano. El entusiasmo que nos transmite y la vitalidad que nos inyecta ponen de relieve su valor y la necesidad de su presencia.
Sin embargo, encorsetada por la limitación de lo inmanente, esta suerte de caricia se revela tan solo como el proyecto de otro beso que se anhela sin fin y para siempre. ¿Acaso no percibimos que, junto a su ademán, se despierta un afán de inmortalidad con el que se araña en lo humano lo divino? En este escenario de vislumbrada trascendencia se sitúa el salomónico Cantar de los Cantares, uno de los numerosos textos en los que la Sagrada Escritura enaltece el amor con expresiones como “encontré al amor de mi alma, le aprehendí y no le soltaré”, “mi amado es para mí, y yo soy para mi amado”… Más aún, el Cantar bíblico se inicia con el deseo de la amada de ser besada por su amado (“¡Oh, si él me besara con besos de su boca!”).
Ante el escándalo que locuciones como estas producían en muchos –pues no entendían que su destinatario fuera Dios–, santa Teresa de Jesús, en su obra Meditaciones sobre los Cantares, hizo notar que las Escrituras inspiradas utilizan este lenguaje para hablarnos de la relación amorosa con Él: “¡Oh Señor mío, que de todos los bienes que nos hicisteis, nos aprovechamos mal! Vuestra Majestad buscando modos y maneras e invenciones para mostrar el amor que nos tenéis; nosotros, como mal experimentados en amaros a Vos, tenémoslo en tan poco, que de mal ejercitados en esto vanse los pensamientos adonde están siempre y dejan de pensar los grandes misterios que este lenguaje encierra en sí, dicho por el Espíritu Santo”.
La monja abulense vio en aquel amado a Dios –más concretamente a Cristo–, entendiendo el beso como identificación con Él y señal de profunda paz, de modo que, por parte de Dios, su beso es la inmersión total de su vida en nosotros, con la que nos inunda y enardece, mientras que, por nuestra parte, ansiar su beso es querer introducir a Dios en su totalidad dentro de nosotros.
Más aún, como recoge el profesor Secundino Castro¹, la mística castellana se atrevió a pensar que el beso de Dios se realiza en máxima plenitud en la Encarnación del Verbo y también cada vez que viene a nosotros en la Eucaristía. Así como, al asumir nuestra naturaleza, Dios se adelantó a besarnos en la Encarnación dándonos a Cristo, en la Eucaristía quiere que nosotros le besemos a Él asumiéndole. Pero ese beso de Dios, que en la Encarnación significa que está dispuesto a dárnosle siempre, resulta de verdad cuando la persona acepta a Jesús y le acoge como único amor.
Teniendo en cuenta la altura de miras de esta concepción teresiana, es fácil deducir que el beso que anhelamos del Señor no es compatible con determinados afectos, por lo que la descalza universal se detuvo a analizar qué actitudes no se compadecen con aquella pretensión. De ese modo, según el citado carmelita descalzo², el beso será auténtico solo si produce en nosotros estas características: “Una es menospreciar todas las cosas de la tierra, estimarlas en tan poco como ellas son. No querer bien suyo, porque ya tiene entendido su vanidad. No se alegrar sino con los que aman a su Señor”. Además, el beso de Dios se percibe en la paz verdadera que deja.
Con esto no quiere decir la Santa que no nos dejemos besar de Dios y no le besemos hasta que no reunamos estos requisitos, sino que, mientras que no lleguemos a dicha situación, ese beso no es el propio del Cantar: será, en todo caso, el beso no plenamente verdadero que muchas veces nos damos los humanos.
Pero, como la reformadora del Carmelo era consciente de que la intensidad del beso puede ir creciendo, para animar a los seguidores de Jesús a la conquista de ese beso, aportó la clave sobre cómo conseguirlo: “Os he dicho esto muchas veces, y ahora os lo torno a decir y rogar que siempre vuestros pensamientos vayan animosos, que de aquí vendrán a que el Señor os dé gracia para que lo sean las obras”.
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¹Cf. CASTRO SÁNCHEZ, Secundino, “Teresa, discípula y maestra de la Palabra”, en CASAS HERNÁNDEZ, Mariano (Coordinador), Vítor Teresa. Teresa de Jesús, doctora honoris causa de la Universidad de Salamanca [Catálogo de exposición], Salamanca, Ediciones de la Diputación de Salamanca (serie Catálogos, nº 213), 2018, pp. 21-39.
²Op. cit., pág. 38.
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