Revista Cultura y Ocio

El secreto del bosque de Polná

Publicado el 15 marzo 2014 por Aranmb

Věžnička es un pueblo pequeño, casi diminuto, silencioso e inaccesible. Apenas un centenar de personas habitando un puñado de casas sobrias para menos de cinco kilómetros de aldea. Ninguno, por mera y cruda ciencia de la biología, recuerda nada de lo que ocurrió hace ya casi 120 años, pero si pudieran elegir, tampoco les agradaría hacerlo. Y no es fácil olvidar, no, ni tan siquiera hoy, cuando ya no queda persona alguna que sobreviva a aquel suceso. Porque Věžnička y, por extensión, la pequeña ciudad de la que es subsidiaria, Polná, quedaron marcadas entonces con un sambenito, dibujado en los libros de historia con tinta indeleble, del que es imposible librarse: la muerte, jamás esclarecida, de Anežka Hrůzová.

Aun hoy, el forastero que llegue en autobús al centro de Polná con la intención de llegar a Věžnička deberá recorrer -si no le vence el miedo al misterio- los escasos cuatro kilómetros que median entre ambas por la misma senda en la que perdió la vida la joven costurera. Así reza el epitafio de su tumba, a la que habremos dejado un poco más allá, en el cementerio de Polná:

Anežka Hrůzová
nacida el 16 de abril de 1879
en Malá Věžnička,
asesinada
el 29 de abril de 1899
en los bosques de Brežine.

La segunda tumba de la costurera, aquella que guarda el recuerdo de su horrible muerte, se encuentra en el bosque, a escasos metros de la senda que estamos recorriendo. Una fosa alargada, marcada con piedras y señalada con una cruz tosca de madera, indica el lugar donde fue hallado el cadáver de la joven Anežka, cuyas extrañas circunstancias y peor contexto hicieron que lo que en otras circunstancias hubiera sido un somero drama de la Bohemia rural se convirtiera en asunto de estado y en una excusa más para justificar el atroz antisemitismo que, por aquel entonces, comenzaba a pudrir el corazón de Europa.

Anezka, la muchacha sin miedo

Anezka

Anežka Hrůzová, la pequeña de los hijos del matrimonio formado por František Hrůza y su esposa Marie (Valíková de soltera), rotunda eslava de mandíbula ancha, rasgos enormes y pelo dorado, no era ajena al estado de agitación que sus tiempos. No eran buenos. La miseria hundía los estómagos, las trifulcas eran frecuentes y las jovencitas como ella no estaban seguras. Hacía unos pocos meses, el 27 de octubre de 1898, había aparecido el cadáver descompuesto de una mujer en el río Štepanka, a pocos kilómetros al norte de Polná, donde trabajaba como costurera Anežka. Marie Klimová, hija de campesinos como ella, llevaba desaparecida desde el 17 de julio y, a efectos oficiales, lo seguiría estando, ya que el mal estado del cuerpo hacía imposible cualquier tipo de identificación.

La de Klimová, aunque se sospechaba violenta, fue una muerte nunca resuelta que había caldeado los ánimos de los habitantes de la zona. Aun se recordaban los crímenes que, hacía una década, habían desconcertado a Inglaterra: en Londres, concretamente en el barrio de Whitechapel, varias mujeres de vida alegre habían sido horriblemente mutiladas por un individuo desconocido al que todos venían en llamar Jack el destripadorFue entonces cuando se desarrolló la teoría -bastante peregrina- de que el modus operandi de alguno de aquellos asesinatos podría coincidir con la forma de degollar a los animales según la tradición judía, la shejitá: con un corte limpio, largo y profundo que seccionase en pocos segundos las arterias vitales. Tal y como, en fin, también matan a sus animales los cristianos. El pecado de los judíos era llevarlo escrito en sus textos sagrados… y ostentar puestos de poder muy codiciados en las grandes ciudades de aquella Europa del fin de siècle.

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Inscripción en los archivos parroquiales de Polná del hallazgo del esqueleto del cadáver de una mujer (“kostra mrtvoly zenskeho pohlavi”) de entre 20 y 30 años. Marie Klimová tenía 23.

Pero Anežka, ajena a habladurías, no tenía miedo. Cada día, al salir de su trabajo, cogía el sendero al sur de Polná y recorría los 4 kilómetros que mediaban entre la salida del pueblo y su casa sola. El 29 de marzo de 1899 no era mal día para hacerlo: el invierno quedaba atrás, los días eran ya más largos y el camino más seguro. Y, sin embargo, aquella tarde la costurera no llegó a casa.

Un tajo perfecto

A decir verdad, todos los personajes en esta historia contribuyeron en buena medida a aumentar su parte de misterio. La primera, la madre de la interfecta, Marie Hrůzová, que no denunció la desaparición de su hija hasta un par de días después. ¿Por qué? Ella aseguró, y nosotros nos lo creemos porque hay una sentencia en firme, que pensó que su hija se había quedado a hacer noche en Polná y solo cuando preguntó a unas conocidas, días después, se enteró de que Anežka debería estar en casa ya desde hacía mucho tiempo. Fue entonces cuando denunció su desaparición, y la gendarmería hizo un trabajo exquisito: localizó a la costurera en apenas unas horas… pero muerta.

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Gendarmes, médicos, familia y curiosos rodeando en perfecta armonía el cuerpo de  Anežka. Desconozco si la foto es tan sólo una reconstrucción de los hechos. Si no lo fuera, el posado es de lo más perfecto.

El cadáver apareció a unos 6 metros de la senda, blanco como la nieve, desnudo, cubierto por unos cuantos matorrales. Los médicos del pueblo, llamados de inmediato, hubieron de dar la vuelta al cuerpo para descubrir la herida mortal: un espantoso tajo, limpio y seco, hecho con precisión casi mecánica, que recorría todo el cuello del lado izquierdo (su autor era diestro) al derecho. Un corte que muchos quisieron identificar como el de un judío ilustrado en las artes del kosher. Una shejitá perfecta ejecutada sobre el cuello de una perfecta cristiana. De cinco mil habitantes que poblaban Polná por aquel entonces, quedaron excluidos matemáticamente en aquel mismo momento cuatro mil ochocientos: al sospechoso había que buscarlo dentro de la comunidad judía… y lo encontraron en menos de lo que canta un gallo.

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Inscripción de la defunción de Anežka en los archivos parroquiales de Polná. La joven, de 19 años, 11 días y 13 días de edad, de religión católica, fue hallada en el bosque a las 10 horas del 4 de abril. Causa de la muerte, asesinato (zabili).

Leopold Hilsner, el Dreyfus pobre

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Leopold Hilsner era un mirón. Un muchacho de 23 años sin oficio ni beneficio, carácter simplón y que gustaba de no dar palo al agua y de mirar a las mujeres. También, claro, a las rotundas curvas de Anežka, que muchas veces se le cruzaba en el camino. Y era judío. Devoto, más por costumbre que por convicción; por agradar a la madre, que guardaba gran amistad con el rabino de Polná, Goldberger. Las versiones sobre su modo de vida se bifurcan aquí. Las más favorables a Hilsner hablan de un carácter, a pesar de todo, tranquilo. Las menos apuntaban a una casa desvencijada y llena de excrementos, a una madre que practicaba la usura con la ropa de los pobres y a un pasado como abusón sexual en el que no tardaron en aparecer voluntarias encantadas de declarar contra el engorroso mirón Hilsner.

Pronto Hilsner compartiría página y modelo de nariz (enorme, claro) en las caricaturas de todos los periódicos del imperio con Alfred Dreyfus. No se parecían en nada y, sin embargo, muchas cosas les unían. Por aquel entonces, Dreyfus, encarcelado injustamente por la falsa acusación de haber entregado ciertos documentos secretos a Alemania, eterno enemigo del país para el que servía como capitán (Francia), se sometía a un nuevo juicio después de haber sido anulado el que, cinco años atrás, le había condenado a cadena perpetua por alta traición. El resultado no iba a ser favorable, pero los antisemitas estaban furiosos: una panda de intelectuales, enarbolando el J’Accuse de Zola, había venido a demostrar que la justicia, de vez en cuando, actuaba con intereses bastardos y, además, que el verdadero culpable del tinglado, Esterhazy, era un católico de inmejorable familia. En este orden de cosas, las comparaciones eran inevitables, aunque, por lo demás, nada tuvieran en común el ganapan de Hilsner y el acreditado militar.

Juicio

Primer juicio (Kutná Horá, 1900)

El arresto de Hilsner dejó a Leopold boquiabierto, por un lado, y a la comunidad judía aterrorizada, por otro. Hay quien pone en boca del alcalde de Polná cierta comparación de los judíos con la sarna al enterarse de que éstos, temerosos ante las amenazas de las que venían siendo objeto desde la muerte de la joven costurera, estaban huyendo en masa de la ciudad. Sin embargo, aún no había nada en claro cuando se llevó a cabo el primer juicio -en Kutná Horá, del 12 al 16 de septiembre de 1899, medio año después del crimen-. A Leopold Hilsner apenas si lo incriminaban un par de pantalones manchados de algo que parecía sangre de algún tipo y el haber titubeado más de la cuenta en el interrogatorio. A falta de pruebas para acusarle, el convencimiento de gran parte de los testigos y del jurado era pleno: ningún fleco suelto parecía quedar de la participación del joven en el asesinato, y si quedaba, se recogía y punto. Con este dudoso pero eficaz sistema, las declaraciones se fueron haciendo más detalladas a medida que avanzaba el caso.

¿Que era inexplicable que un individuo tan enclenque como Hilsner hubiera matado sin esfuerzo alguno a una corpulenta mujer eslava? Aparecían, entonces, varios testigos que habían visto dos hombres más acompañando al buscavidas en los días previos. Y que tenían aspecto de judíos, claro. ¿Que aparecía algún criminalista diciendo, tímidamente, que pudiendo ser como podía el crimen de tintes sexuales, habría habido que ampliar el espectro de búsqueda también a los católicos? El hallazgo del cadáver se revestía ahora de aspectos rituales: un trozo de tela en el que alguien había limpiado un cuchillo, trozos de las ropas esparcidos en círculo alrededor de la muerta, y el hecho de que no hubiera aparecido un gran charco de sangre en las inmediaciones. Así las cosas, en el juicio de Kutná Horá se llegó a desarrollar toda una teoría sobre un sangriento ritual sionista en el que se veía implicado también el rabino Goldberger: una sirvienta católica, Marie Pernícek, declaró que había habido veces que el rabino la había emborrachado para sacarle sangre de los brazos; la propia madre de la difunta llegó a decir que dos hombres habían ido a su casa para echar un ojo a los vestidos de Anežka y certificar, así, que era grande, gorda y corpulenta, y tenía suficiente sangre como para uno o dos rituales. El hecho de que la joven hubiera sido hallada muerta en la mañana de una fecha tan significativa como el domingo de Pascua ratificaba todo lo anterior (aunque Anežka hubiera desaparecido, en realidad, tres días antes).

El 16 de septiembre, Leopold Hilsner fue condenado a morir en la horca entre los gritos de júbilo de los antisemitas y el estallido de odio se hizo más fuerte que nunca. Desde Viena, el Deutsches Volksblatt, periódico de tendencias conservadoras y antijudías, escupía contra Sión y los jueces, sin saber muy bien cómo actuar, intentaban frenar la locura encarcelando, entre otros, a August Schreiber, uno de sus periodistas. Aquello sólo empeoró la situación. Fue entonces cuando apareció en escena Otec (padre) Masaryk.

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Por entonces no lo sabían, pero la investigación acabaría por dar un dramático giro alrededor de la madre y los hermanos de la joven mártir. En la imagen, Marie Hrůzová y una de sus hijas posan en el lugar del crimen.

Otra vuelta de tuerca

Masaryk
T.G. Masaryk contaba con 49 años, una sólida formación como humanista y una situación ideológica bastante dramática a la sazón: después de años defendiendo al Imperio y esperando que éste, a cambio, reforzase las atenciones a las minorías checas y eslovacas, en 1899 ya estaba claro que ni aquella era la intención del viejo Imperio, ni el sitio de Masaryk junto a los bigotudos austro-húngaros. Años más tarde, la historia ya la conocemos bien, sería elevado a los altares y erigido padre de la patria checoslovaca, pero el bueno de T.G. no siempre fue tan popular, y menos cuando decidió meterse de lleno en el caso de Hilsner, ya conocido como la Hilsneriáda. Masaryk no sabía si Hilsner era inocente o culpable, pero se oponía a la forma en la que éste había sido condenado y juzgado: atendiendo tan sólo a su condición de judío y, además, en base a una descabellada teoría sobre rituales de sangre sionistas.

Aquello no le granjeó muy buenos amigos. Llegó a hacerse popularísima la poco tranquilizadora pero melódica amenaza de zasloužil bys, Masaryčku, jít s Hilsnerem na houpačku! (¡te mereces, Masaryk, ir con Hilsner a la horca!) La razón es que Masaryk tenía el convencimiento de que todo lo que se había dicho para justificar el asesinato ritual tenía explicaciones bastante más sencillas: por ejemplo, el hecho de que no hubiera aparecido gran cantidad de sangre respondería, más bien, a que el cadáver había sido transportado desde el lugar original del crimen hasta el punto donde fue hallado, probablemente para poder ocultarlo donde hubiera más vegetación. Incluso, en una época en la que la ciencia forense estaba por desgracia aún poco desarrollada, hubiera podido ser otra la causa, según Masaryk, de la muerte, y no el tajo del cuello, del que no brotaba sangre alguna y, por tanto, habría sido hecho postmortem para simular un crimen ritual. Pero ¿quién lo había hecho? A decir verdad, Masaryk jamás confió del todo en Hilsner, centrándose más bien en el hecho de que el juicio debía volver a celebrarse, pero esta vez con todas las de la ley.

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Las comparaciones estaban servidas. En 1900, la revista cómica Humoristických listech compara a los acusados Hilsner y Dreyfus y a sus respectivos defensores públicos, Masaryk y Zola.

Sin embargo, su vuelta de tuerca al caso hizo que se generasen otras teorías nuevas y jamás investigadas por las autoridades oficiales. Una, quizás la más popular, apuntaba directamente a la familia de la joven: se dijo que la madre, Marie, había aparecido con moretones el día del funeral de su hija, y que uno de los hermanos insistía en guardar las manos, llenas de arañazos propios de una lucha encarnizada, en los bolsillos. ¿Por qué, si no era así, había tardado tanto la familia en informar a las autoridades de la ausencia de la costurera? Pudiera ser que, llevados por la miseria, matasen a la joven que ocupaba un puesto que bien podría desempeñar su madre, aunque anciana, sin que existiera el riesgo de que el salario se marchase de casa en vistas a un posible futuro matrimonio. O que, de paso, la herencia, demasiado repartida entre tantos hermanos, tocase a más para cada uno. Todo eran conjeturas que jamás se llegaron a demostrar… pero que, al menos, daban otra versión más allá de la que, muy precipitadamente, se estableció como oficial.

Una historia inacabada

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Como ocurriera en Francia con el J’accuse de Zola, las reivindicaciones de Masaryk consiguieron generar el clima propicio para que el caso de Hilsner fuera reabierto. Un nuevo y largo proceso, ya sin la figura del crimen ritual de por medio, se celebró entre el 25 de octubre y el 14 de noviembre de 1900 en Písek (se temía que las presiones políticas pudieran más que la justicia de celebrarse de nuevo en Kutná Horá o en la propia Polná).  En esta ocasión pesó más la teoría de un crimen sexual que Hilsner, supuestamente, habría cometido no solamente contra Anežka Hrůzová sino también contra Marie Klimová, la joven cuyos restos óseos habían aparecido unos meses antes del asesinato de Polná. Desesperado y asustado, Hilsner, al que ahora se le acusaba de dos crímenes, se aferró a la antigua teoría del ritual, llegando a acusar al azar a Joshua Erbmann y Solomon Wassermann como aquellos misteriosos judíos que, según se había dicho, le habrían ayudado a matar a la joven costurera y a extraerle la sangre. Fue inútil: ambos tenían coartadas sólidas que les alejaban del lugar del crimen. Leopold Heisler fue sentenciado a doble pena de muerte y sobre él se cernió el olvido: los antisemitas se alegraban de que hubiera sido, por fin, condenado en firme; quienes no lo eran, de que hubiera sido juzgado en base a otro término que no fuera el libelo de sangre.

El emperador austrohúngaro Francisco José conmutó la pena de muerte de Hilsner a la de cadena perpetua en 1901. Fue entonces cuando el judío fue trasladado a la prisión praguense de Pánkrac, donde pasaría los siguientes diecisiete años de su vida. Cansado y enfermo, en 1918, cuando Europa se desangraba en una guerra de magnitudes tales que hasta del crimen de Polná se había olvidado la sociedad checa, fue liberado. Moriría diez años después, llevándose a la tumba los secretos (los suyos, al menos) de un crimen que, desde entonces, no ha parado de ser revisado constantemente, sin que se haya llegado jamás a una opinión en común sobre lo que pasó aquel día de marzo de 1899 en esa senda que aún existe y que  invita a ser recorrida por el viajero sin miedo -como Anežka Hrůzová- a los caminos solitarios cuando cae la noche.

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Para saber más.


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