Érase una vez, en un país muy, muy cercano, un joven príncipe que subió al trono a la muerte de su padre. Dispuesto a hacer las cosas bien, su primera decisión como rey fue realizar una gira por los países vecinos, para estrechar relaciones y aprender de sus éxitos (y, por qué no, también de sus fracasos).
Una de las cosas que más llamó su atención fue el empeño que mostraban todos los reyes por “mejorar la educación financiera” de sus súbditos. Con tales fines, dictaban bandos con sabios consejos y, en algunos casos, incluso entrenaban a juglares para que recorrieran el territorio, explicando a la gente la diferencia entre manejar sus monedas con prudencia o gastarlas sin criterio.
Como eran reinos modernos y avanzados, que además contaban con caminos bien pavimentados, viviendas dignas, magníficos mercados y palacios de hermosa factura, el joven rey unió en su mente una cosa con otra, y pensó que eso de la educación financiera era un asunto a tener muy en cuenta. “Se ve que la educación y la prosperidad van de la mano. ¡Ea! Me aseguraré de que mis ciudadanos disfruten también de esa educación financiera”.
Difundiendo la panacea
Dicho y hecho. Apenas puso el pie de vuelta en su reino, el joven monarca convocó a sus principales consejeros y les encargó hacer todo lo necesario para transformar a sus medievales súbditos en gente moderna y financieramente educada. ¡Así el reino alcanzaría un esplendor similar al de los países vecinos! Sus consejeros aplaudieron con fervor la iniciativa del rey y le aseguraron que, a partir de ese mismo instante, la educación financiera sería una prioridad de Estado. Muy satisfecho de haber impulsado lo que, sin duda, sería un cambio histórico en la región, el rey volvió a dedicarse a sus otras actividades monárquicas, en especial a ese networking tan del agrado de los nobles: regias reuniones en el extranjero, banquetes e invitaciones mutuas y viajes sin cuento.
Pasaron quince años. El rey ya no era un joven idealista, sino un hombre hecho y derecho. Hastiado de la rutina de su privilegiada existencia, sintió la necesidad de dar un nuevo impulso a su legado. Llamó a sus fieles consejeros y les preguntó por el estado de la educación financiera en el país.
Para su consternación, los consejeros reconocieron que las cosas habían avanzado muy poco. En realidad, seguían igual o peor que al principio. Le explicaron que la “pertinaz sequía” había causado graves dificultades económicas en todo el territorio, y que los lugareños (que seguían tan medievales como antaño) carecían de lo más imprescindible para hacer frente a las vacas flacas.
“Pero, ¿no era vuestra misión mejorar la educación financiera de mis súbditos, para minimizar el efecto de cualquier imprevisto negativo?”
Los consejeros se miraron unos a otros mientras trataban de encontrar una respuesta. Finalmente, el más desenvuelto dio un paso al frente y ofreció su explicación: “Me temo, Majestad, que pese a nuestras inmejorables intenciones no somos las personas adecuadas para encargarnos de la educación financiera. Los distinguidos emisarios que enviamos son muy mal recibidos en las villas y ciudades del reino. En lugar de agradecer los excelentes consejos que se les brindan sobre las virtudes del ahorro, la plebe cree que nuestro altruista interés por su prosperidad oculta aviesas intenciones… como recaudar más impuestos, por ejemplo. ¡Bien sabéis que el vulgo es de natural desconfiado! Además, los elegantes ropajes con los que honramos a Vuestra Majestad despiertan grandes resentimientos y envidias entre el público ignorante. Los más violentos llegan incluso a llenarnos de vituperios y mondas de patata. En resumen, majestad, los mensajes de educación financiera que tan meticulosamente copiamos de los reinos vecinos demostraron ser poco adecuados para un pueblo tan atrasado como el nuestro”.
El rey se debatía entre la sorpresa, el enfado y un cierto grado de culpabilidad, por no haber prestado más atención al proyecto con el que aspiraba a figurar en los libros de historia. “¿Decís que mi legado va a quedar abandonado porque os lanzaron unas cuantas mondas de patata?”.
Frustrado, el rey volvió a solicitar consejo a los monarcas vecinos, más versados en esa elusiva cuestión de la educación financiera. Todos le confirmaron que habían tenido el mismo problema: “Efectivamente, el pueblo llano no suele mostrarse demasiado receptivo a nuestras bondadosas intenciones. Además, necesitarías un ejército de emisarios para llegar a todos los confines del territorio. Nosotros descubrimos hace tiempo una magnífica solución: animar a los comerciantes y prestamistas a proveer la educación financiera que necesita el populacho. Al fin y al cabo, ¿quién más ducho que ellos en el manejo del dinero? Otra ventaja es que, debido a sus actividades, ya están en contacto permanente con la gente, por lo que tienen fácil acceso a todos los rincones del reino”.
Las amistades peligrosas
Ante tan convincente razonamiento, el rey recuperó de inmediato la ilusión perdida. Convocó a los comerciantes y prestamistas y les explicó que la ilustración financiera del pueblo era un objetivo de gran importancia, al que estaban moralmente obligados a contribuir. Eso, sin contar con que una población más próspera les permitiría hacer más y mejores negocios a lo largo del tiempo. El rey se sintió muy satisfecho de su astucia, al haber encontrado un argumento que por fuerza despertaría el interés de sus futuros aliados.
Los comerciantes y prestamistas se mostraron debidamente impresionados por la presciencia de Su Majestad. Lamentaron su inexplicable ceguera ante la obvia (y perjudicial) falta de cultura financiera de la plebe, y se comprometieron a dedicar cuantos recursos fueran necesarios para remediar la situación.
Con la satisfacción del deber cumplido, el rey se relajó y volvió a olvidarse de la educación financiera… durante otros quince años. En ese momento, una remota potencia extranjera encontró el modo de colocar sus productos en todos los mercados del mundo a unos precios de risa, lo que limitó aún más las precarias fuentes de ingresos de los lugareños.
“Pero, ¿cómo es posible?”, bramó el rey, que ya sentía en los huesos el peso de la edad. “¿Por qué siguen mis súbditos chapoteando en la miseria? ¿Acaso se atrevieron los comerciantes y prestamistas a desobedecer mis instrucciones?”
La delegación que se presentó en palacio, en respuesta a la furibunda convocatoria del rey, se apresuró a tranquilizarlo. ¡Por supuesto que habían cumplido sus deseos! ¡Todos los años invertían importantes cantidades de oro y plata en la educación financiera del pueblo! Desenrollaron con gran solemnidad los pergaminos en los que anotaban sus transacciones, para demostrar al rey todos los recursos que destinaban anualmente a los conceptos de “Acciones caritativas” y “Educación de la chusma”.
El segmentómetro
Sumamente desconcertado, el rey volvió a consultar el problema con sus homólogos. Uno de ellos le respondió con gran sensatez: “No puedo ofrecerte consejo sin tener más datos. Para ayudarte a descubrir las raíces del problema te envío a mi asesor personal, junto con un sencillo instrumento de diagnóstico que él mismo ha desarrollado. Confío en que te sea de utilidad”.
El asesor que le envió su regio colega era un anciano de aspecto venerable, que se dispuso a explicarle los fundamentos y usos de la herramienta. Se trataba de una fina varilla de oro puro, en precario equilibrio sobre un eje central. El rey no se sintió muy impresionado por lo que, a primera vista, parecía una vulgar balanza a la que hubiesen quitado los platillos.
“No os dejéis engañar por su aparente simplicidad, Majestad. Tenéis en vuestras manos un segmentómetro mágico. Lo utilizaremos para averiguar a qué segmentos de la población se está dirigiendo la educación financiera en vuestro reino”.
El sabio explicó al monarca que la varilla indicaba la edad de las personas. El extremo izquierdo correspondía a los recién nacidos, y el derecho a las personas de mayor edad y vulnerabilidad. El rey comenzó a sentirse intrigado por el aparatito. “¿Y cómo funciona? ¿Es una especie de brújula?”
“No exactamente”
, respondió el sabio. “El segmentómetro registra las actividades de educación financiera que se desarrollan en los alrededores. Para cada una de ellas genera una esfera mágica que orbita sobre la barra, en el lugar que corresponde según la edad del público objetivo”.“Creo que lo entiendo”, asintió el rey. “Si en las proximidades hay algún taller de educación financiera para hombres y mujeres en la flor de la vida, aparecerá una esfera aproximadamente en el centro, justo sobre el eje… ¿Me equivoco?”“En absoluto, Majestad, lo habéis comprendido a la perfección”, aduló el sabio, consciente del frágil ego de los poderosos.
“Lo que no acabo de ver es para qué nos servirá eso”, reflexionó el rey en voz alta. “Imagino que la mayor parte de las esferas estarán entre el centro y el extremo derecho, donde se ubican las personas que trabajan y los adultos mayores, que son los que tienen mayor necesidad de educación financiera”.
“Tal vez, Majestad, tal vez”, asintió el sabio con aire misterioso. “Pero creo que no está de más asegurarnos”.
“Vos sois el experto, se hará como decís”, decretó el rey. Dispuesto a comprobar personalmente cómo funcionaba aquel curioso gadgetmedieval, emprendió junto al sabio un viaje de reconocimiento a lo largo y ancho del reino. Pronto el segmentómetro comenzó a mostrar su magia, y en casi todas las villas de cierta importancia vieron materializarse una o dos esferas, aunque…
“No es posible”, se extrañó el rey, contemplando cómo todas las esferas mágicas se amontonaban en el extremo izquierdo de la varilla. “¿Estáis seguro de que eso funciona correctamente? ¿Niños? ¿Están dando educación financiera a niños entre 5 y 15 años? ¿Qué clase de burla es esta?”
Una apuesta de largo plazo
Indignado, volvió a convocar a los comerciantes y prestamistas y les mostró el segmentómetro. “¡No me extraña que mis súbditos sigan siendo pobres! ¡Estáis enseñando a manejar el dinero a criaturas que no tienen dinero! ¿Acaso me tomáis por idiota?”
Elegantes y dignos, los expertos financieros no parecieron amilanarse ante los exabruptos del monarca. Dejaron que se desahogara un rato y, finalmente, el portavoz tomó la palabra sin atisbo de temor o contrición: “Comprendemos vuestra sorpresa, Majestad, pero os aseguramos que se trata de una decisión muy meditada. Los primeros años tratamos de enseñar cultura financiera a los adultos pero, por desgracia, no tuvimos más éxito que vuestros emisarios. La plebe nos miraba con recelo y hacía comentarios harto ofensivos sobre nuestras legítimas actividades mercantiles, tachándonos de usureros y salteadores de caminos. La triste realidad, Prudentísima Majestad, es que los adultos ya no tienen solución: son brutos sin remedio, y sus cabezas son tan duras que no hay forma de abrirlas a nuevos hábitos ni conocimientos. Después de sesudos estudios, comprendimos que la mejor estrategia es cultivar las tiernas mentes infantiles. Considerad, Serenísimo Monarca, que es una apuesta de largo plazo: los niños y jóvenes de hoy serán los prósperos (y financieramente educados) súbditos del mañana”.
Bastante aplacado, el rey tuvo que reconocer que los argumentos presentados no carecían de mérito. “Algo de razón tenéis, pardiez. No cabe duda de que estáis dedicando muchos recursos a la educación financiera de nuestros niños. Esperemos que los esfuerzos den fruto en los próximos años”.
Transcurrieron otros quince años. El rey estaba ya en el ocaso de su vida y, antes de morir, quiso hacer balance de los logros alcanzados. Tomó el segmentómetro y emprendió su último viaje por el reino que tanto amaba. “Los niños que recibieron educación financiera serán hoy hombres y mujeres adultos y prósperos, sin duda”, se decía, esperanzado. “Ahora tendrán la mente abierta a los cambios del entorno financiero y podrán recibir talleres de actualización…”
Consternado, comprobó que el segmentómetro seguía tan desequilibrado como quince años atrás: todas las esferas mágicas seguían apelotonadas en el extremo izquierdo. “¿Seguimos dando educación financiera sólo a los niños? ¿Será posible que los adultos sean tan cultos y ricos que no necesiten aprender nada más?”.
No era el caso. Pronto comprobó que sus súbditos eran igual de pobres (si no más) que al comienzo de su reinado. Desesperado, paró en una villa de humilde apariencia e hizo llamar al maestro de escuela, al que planteó sus dudas: ¿No habían recibido los niños instrucción financiera durante las últimas décadas? ¿Por qué seguían viviendo en la miseria? Si no había servido para nada, ¿por qué el segmentómetro todavía mostraba una avalancha de cursos y más cursos de educación financiera para niños?
El maestro meneó la cabeza tristemente. “Majestad, ¿de qué sirve hablar sobre el dinero a criaturas que no tienen dinero? A los próceres que se encargan de los cursos les gusta rodearse de jóvenes y ganarse su confianza. Pero, apenas esos niños entran en la edad adulta y comienzan a trabajar, caen en las garras de los magos tarjeteros, igual que sus padres antes que ellos…”.
“¿De qué estás hablando?”, interrumpió el monarca. “¿Quiénes son esos magos tarjeteros?”.
“Oh, son unos expertos en finanzas que trabajan en colaboración con los comerciantes y los prestamistas. Conocen una magia muy poderosa, el hechizo ‘crediticius”, al que casi nadie es capaz de resistirse, y que borra de la mente todo lo aprendido en años anteriores…”.
Agotado y deprimido, el rey volvió a su palacio, convocó a la Corte y les comunicó su intención de abdicar en su hija y heredera.
“Hija mía, sigo pensando que la educación financiera es una cosa muy necesaria, pero tardé demasiado en comprender que es mucho más complicada de lo que creía. He fracasado en mi empeño de legarte un reino próspero, pero te dejo una herramienta y un consejo. La herramienta es este segmentómetro mágico: no te dejes envolver, como hice yo, y asegúrate de que se mantiene equilibrado y de que todo el mundo recibe educación financiera. Y el consejo: la educación financiera, por sí sola, no es ni remotamente suficiente. Vigila y controla que los expertos financieros actúen de forma ética…”
Y, colorín colorado, este cuento… apenas ha empezado.
Cristina Carrillo