Revista Cultura y Ocio

El señor de las canciones tristes

Publicado el 15 marzo 2011 por Avellanal

Es la sombra en la cabeza de más de un cantante urbano, el modelo en quien materia y voz coinciden, al menos por tres minutos infracción. El estilo es el hombre, pero más que estilo, Jacques Brel es una quintaesencia, un destilado perfecto de latitud y época, el autor de las canciones que cantaban las patronas y porteras durante las rutinarias mañanas. Una muerte temprana en demasía, debido a un cáncer de pulmón, terminó por contribuir al mito de una vida vivida con la máxima intensidad y sin concesiones.

El nombre de Brel evoca un punto de modernización y ciertamente, uno de los clímax de la chanson française en el siglo XX, que unas décadas después, para pena de todos, ya no volvería a repetirse. No me caben dudas de que es uno de los nombres propios que media entre Maurice Chevallier y Édith Piaf, pasando por George Brassens, hasta el rock y el pop de Serge Gainsbourg. Brel ataja precozmente el pasaje de las 45 a las 33 revoluciones por minuto, y con ello pega el salto hacia la masividad de veras. De un glamour urbano con un toque vulnerable, Brel encarna la clamorosa pubertad de una industria discográfica que cambiaría (¡y cómo!) de modo radical la cultura juvenil.

El señor de las canciones tristes

Aunque su primer disco oficial fue registrado en febrero de 1953, no fue hasta 1957 que produjo un impacto popular. Su tercer disco ganó el premio discográfico Charles Cros. “Quand on n’a que l’amour” vendió 40 mil copias y éstas lo lanzaron al mítico teatro Olympia. Brel se convirtió en el cantante del amor y la amistad, de los sueños y la infancia. Ese mismo año coloca dos hits perdurables como ya no los hay, llamados a ser sus clásicos: “La Valse à mille temps” y “Ne me quitte pas”. Lastimera como un tango, esta súplica de un hombre a punto de ser abandonado resultaría elegida por el público como la mejor canción en idioma francés del siglo XX (y razones no les faltan). Es sabido que la colosal Édith Piaf, tal vez celosa de su patetismo, dijo de ella: “Un hombre no debería cantar esas cosas”. Y esto me trae a la memoria algo que escribió Diego Manso hace no mucho, al preguntarse qué es un cantante inmenso: “Un hombre que asume para sí la potestad femenina del canto”.

A partir de entonces, Brel se embarcó en un vértigo de giras allí donde la influencia cultural francesa seguía siendo potente: Egipto, el norte de África, Canadá. Pero apenas nueve años después, a comienzos de 1967, anuncia que dejará los escenarios para escribir sus canciones. Visto en retrospectiva, es preciso afirmar que Brel elige el camino inverso al que tomará la industria de los solistas, que naturalmente entenderán las presentaciones públicas como promoción de sus elepés. Su último concierto se registra el 17 de mayo de 1967. Luego, el padre de tres hijas se dedica a vivir un poco.

Mientras continúa componiendo y grabando, se da los pequeños gustos de la estrella del showbusiness: obtiene su brevet de piloto, practica navegación a vela, realiza una comedia musical en teatro, dirige dos películas y actúa en total en diez (probablemente L’aventure, c’est l’aventure de Claude Lelouch haya sido la más trascendente). En 1974 Brel es operado del pulmón derecho. Después comienza un período de residencia en los archipiélagos del Pacífico. Sólo va a París en 1977 para grabar su último disco, que al salir motiva colas en la calle, y más de un millón de copias vendidas. Entre 1977 y nuestros días fueron grabadas decenas de antologías y compilaciones. La tumba de Brel cierra el círculo con una nota de auténtico romanticismo: descansa en una colonia francesa de ultramar, en el archipiélago de las Marquesas, en la isla de Hiva Oa, muy cerca de Paul Gauguin.


 


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