(tomado de : Unidad en la accion, de Dario Ergas.)
(No se incluyen las notas al pie de pagina del original)
En cada uno está
el viento que aviva el fuego de lo trascendente. Esa fuerza interior llena de
sentido eleva la conciencia, y algo que se cohesiona parece no ser afectado por
la muerte. Esto está en cada uno y todos queremos vivirlo, acceder por
experiencia directa a una verdad transformadora que aleje el temor y nos llene
de alegría. Este acercamiento a la trascendencia es el campo de lo sagrado,
algo que no quisiéramos manchar con las palabras y simplemente dejarnos bañar
por su aliento de luz y silencio.
Esta vivencia, propia de la
conciencia inspirada, provocada por desplazamientos del yo7, nos asalta con su conmoción. Es tal su potencia y tan
fuera de lo cotidiano que pareciera como si algo se introdujera en uno. Es una
interpretación incorrecta, pero habitual. Cuando se realizan procedimientos
rituales con devoción, estos pueden facilitar la manifestación de la
experiencia trascendente y permitir que cada participante, o muchos de ellos,
tome contacto con ese mundo. También en este caso tiendo atribuir el fenómeno a
seres externos, y si lo sucedido tiene algún impacto, reforzará el prejuicio de
que lo ocurrido provino desde fuera de mí8.
Como los seres humanos estamos
predispuestos a trasladar fuera de nosotros las representaciones, también lo
hacemos con los atributos de lo sagrado. Al sumergirnos en los espacios
profundos e irrepresentables, la conciencia convierte esa experiencia en
figuras. Esta traducción toma la forma de poema, de danza, de ritos o cualquier
otro tipo de producción que refleje la intensidad de lo vivido.
Si al pasar el tiempo queremos
revivir esa experiencia, recurrimos a esas creaciones provenientes de los
momentos de inspiración. Al repetir el poema, la danza o el icono producido
cuando tuvimos el contacto, esperamos colocarnos en el mismo estado mental que
lo originó. Un cierto ritual me puede disponer para que las zonas interiores
desde donde fueron generados se aproximen.
Un lugar o un objeto pueden estar
“cargados” de significado, porque allí se suele producir el contacto sacro y, a
siglos de distancia, puedo sentir “la carga” que transmiten; pero esto no
ocurre porque esos objetos o lugares tengan en sí algo particular. Puedo sentir
su poder porque, al relacionarme con ellos, movilizo imágenes que se ubican en
una profundidad tal del espacio de representación que pueden facilitar la
irrupción de la experiencia trascendente. Las representaciones se ubican en
distintas profundidades. Así como a la cuchara de una taza de café la imagino más
periféricamente que el recuerdo de mi padre ya muerto, del mismo modo, a un
guía o dios lo imagino en una
profundidad mayor que la cuchara. Pero, si esa cuchará perteneció a mi padre,
su ubicación en el espacio de representación se internaliza hacia la
profundidad de la rememoración del padre. Así sucede con un lugar sacralizado.
Al entrar en él, las imágenes de mi conciencia se emplazan en una profundidad
no habitual y eso aproxima experiencias no habituales. Entonces, el contacto
con lo trascendente está produciéndose al interior de uno, por algo que hay adentro
de uno y no por la magia de las cosas. El error interpretativo de esta
experiencia lleva primero a su externalización, atribuyéndola a causas
extrahumanas, y luego a su desvío, hacia estados de conciencia crepusculares, y
finalmente al alejamiento de su significado.
Para comunicarme con los dioses, es
decir, para hablar con mi alma, para que aquello que es en sí mismo y para sí
mismo se exprese e inunde todo mi yo, necesito estar disponible a ese contacto.
Puedo facilitar esa predisposición al visitar algún lugar especial, o por una
lectura, una conversación inspirada o al realizar ciertos procedimientos, pero
lo que estoy haciendo es sumergir la mirada interna para que sea absorbida por
aquello que busco.
La externalización ha traído varios
problemas. Desde la manipulación de jerarquías que se han puesto como
intermediarias entre los dioses y la gente, hasta desvirtuar técnicas que
pudieron en algún momento haber prestado utilidad al creyente para su
meditación. La confusión entre la experiencia trascendente con su posterior
traducción, o enredar las producciones artísticas o religiosas que de allí
emanan con la emoción y la claridad profunda con la que toma contacto cada cual
consigo mismo, ha impedido al sentimiento religioso progresar en el practicante.
Este error bloquea la recreación de la experiencia religiosa y detiene el
avance del desarrollo mental y espiritual.
Sin embargo, esta distorsión podría
estar invitando a la reconversión de las religiones hacia una religiosidad
interna. Las distintas religiones, al concebir lo divino y lo inmortal afuera
de la mente, parecen oponerse entre ellas y las creencias se vuelven
refractarias, como al juntar piedras imantadas con la misma polaridad. En esta
crisis mundial que pone en juego la existencia y la evolución, podría llegarse
a la conclusión de que es necesario
transformarnos en un tipo superior de ser humano. En ese caso, todas ellas
podrían colaborar para crear las condiciones de un salto evolutivo de la
humanidad. Convertirse en una religiosidad interna implica un cambio en la
dirección de la mirada, buscando a Dios en la profundidad de sí mismo y en la interioridad
del otro ser humano.
Este tipo de
religiosidad no cuestiona las formas externas que asumen las religiones.
Comprende las distintas expresiones y procedimientos como traducciones de algo inmortal
alojado en la propia conciencia. Cada cultura ama sus producciones emergidas
del contacto con lo trascendente y que son distintas a las de otra. Pero, si
sus religiones se han internalizado, comprenderán que las diversas
representaciones provienen de una misma búsqueda, de una misma necesidad y de
la misma fuente vital que se halla en el ser humano. La transformación de las
religiones, y su adaptación a las nuevas necesidades, es frecuente en las
crisis civilizatorias. Los pueblos antiguos, cuando se toparon en sus
encrucijadas históricas, supieron dar respuestas corrigiendo y transformado
esencialmente su sistema de creencias. Aun conservando sus símbolos, los
conceptos de su religiosidad variaron sustancialmente, buscando la
supervivencia y continuidad cultural.
Si se produce esta inversión de la
mirada, cada religión contará con sus propios rituales para acompañar a grandes
conjuntos en el contacto con el sentido. La influencia mutua entre ellas
enriquecerá procedimientos para acercar el encuentro con lo esencial. El cambio
del ser humano requiere comprender que Dios no está en los cielos, sino en el
fondo del corazón de cada uno; y que los rituales y procedimientos son apoyos,
y no fundamentos para una comunicación directa y personal con la propia esencia
inmortal. Podríamos así aprovechar el buen conocimiento de los antiguos en la
etapa que se avecina.
El factor de cohesión de los pueblos
es el sentimiento religioso que une la tierra y el cielo por así decir, une
esta vida con una realidad trascendente. Esto parecen descubrirlo siempre los
imperios que surgen en la etapa final de las civilizaciones, quizás porque se
enfrentan a un caos tan grande que la violencia ya no es suficiente para
controlar poblaciones tan diversas. Durante esas crisis civilizatorias,
debilitadas sus instituciones, desfalleciendo la fe que hasta allí las sostuvo,
la conciencia queda disponible para tomar contacto con la profundidad, para una
nueva revelación. Sin embargo, el Imperio, al adoptar esa fe, la impone por la
fuerza a los súbditos, degradando la espiritualidad de la que se viste.
Por otra parte, esta asociación entre
poder político y religioso es posible no por la cantidad de dioses en los que
se cree, uno o muchos, sino por la externalización de la experiencia de Dios.
Esto permite el surgimiento de intermediarios y la acumulación de un poder
“proveniente de lo sagrado” que termina también oponiéndose a las enseñanzas
más originales o cercanas de la experiencia de sentido.
Esto podría estar cambiando para los tiempos que
vienen. El ser humano no necesita ya de intermediarios para comunicarse consigo
mismo y vivir la experiencia fundamental. Seguramente, su relato mítico se está
acomodando al saberse contenedor de Dios en su interior, aprontándose así para
salir a la exploración del universo y a dimensiones temporales desconocidas.
La revisión en materia religiosa
ocurre siempre en los momentos de las grandes crisis, y este podría ser el
caso. Realicen o no las religiones actuales esta transformación, es seguro que
numerosas formas de religiosidad aparecerán en este ocaso del tiempo, para ayudar
a los pueblos del mundo a unirse y encontrar su verdadero sentido.
Esta crisis podría ser la
alborada de una era mundial. Gracias al encuentro entre las diferentes
culturas, descubriremos en nosotros mismos lo que ellas tienen en común. A su
vez, sus religiones respectivas podrían tener importancia para ayudar a
reconocer a Dios en cada ser humano de la Tierra.