Nos han educado pensando que debemos procurarnos placer por encima de los deseos de los demás, pase lo que pase. Y así he entendido todo en la vida, incluso el sexo: la expresión última del amor, la más intensa y la más sincera, como un mero instrumento para proporcionarnos placer.
El sexo, igual que el amor, no es egoísta: nos lo damos todo. Solo que hemos perdido la consciencia de nuestros actos. Nos desnudamos el cuerpo y el alma ante la otra persona, la aceptamos y la hacemos parte de nosotros, de nuestro ser. Nos convertimos en uno: nos duelen las mismas cosas, nos excitan las mismas cosas, porque vivimos también en la otra persona. Tocamos al otro como si fuera parte de nosotros, porque en ese momento, es parte de nosotros. ¿Cómo puede ser egoísta algo tan puro y elemental?
Esta unión transciende solo cuando se le da la dimensión que merece. Cuando se utiliza con un propósito concreto y egoísta, se deshumaniza, se desvirtúa y pierde su significado. Y es entonces cuando surge la dominación, las luchas de poder, la humillación, el menosprecio, la pérdida de la dignidad, la transacción y el chantaje.
No permitamos que algo tan trascendente y transformador se esté desvirtuando constantemente en nuestro mundo.
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