La inclusión de mitología en los videojuegos ha sido siempre un aliciente a tener en cuenta. Lo lejano e inaccesible suele ser garantía de éxito, y digo suele porque salvo extrañas excepciones – léase Too Human (Silicon Knights, 2008) – tiene acogida en el seno de un jugador. Éste estará por lo tanto, más interesado en vivir vidas y mundos ajenos que la más pura y cruel realidad. No es una crítica, al contrario, es de aplastante lógica que ante la opción de elegir entre un Ave Fénix, Minotauro, Gólem o cualquier enemigo real cuya composición oscile entre un humano o vehículo en su defecto, el «player» elija entre las criaturas o sucedáneos de la mitología. Sea cual sea.
Hasta aquí todo normal, tenemos infancias llenas de etapas donde lo mágico colma la mayoría de nuestros pensamientos y ese retorno momentáneo a nuestra niñez nos reconforta otorgando una sutil sensación de placer. Los videojuegos están para eso – algunos incluso lo elevarían a una categoría de culto – pero en principio buscan entretener y aportar al usuario ¿nosotros? algo que éste ha perdido o que jamás podrá conseguir. Desde el ya supra mencionado God of War (SCE Santa Mónica Studio, 2005) hasta el penúltimo reducto llamado Darksiders II (Vigil Games, 2012) se van incluyendo seres surgidos de otras épocas/culturas/mitologías (escoja su opción). Da igual si son Dioses, semi Dioses o Pseudo Dioses, es más da igual ni tan siquiera que tenga relación con alguna religión, la máxima dice que cuanto más grande y feo mejor. Ni tan siquiera importa el motivo, ¿existe un motivo para todo? No, somos pequeños, testarudos y ese grandullón me las va a pagar, sin llegar a saber muy bien el porqué pero me las va a pagar.
Y de repente títulos como Viking: Battle for Asgard (SEGA, 2006) cobran sentido, un vikingo luchando contra iguales, aunque al final acabe en la recurréncia de la inclusión de la magia – la eterna presencia de lo místico – pero en altos porcentajes el juego parece real. Y pese a que todos conocemos ya a Odín y que el Ragnarok ha pasado por múltiples formas (de espada a nave espacial) se pueden hacer las cosas de forma diferente. No todo en la vida es luchar contra seres del inframundo, en todo caso podemos probar con Dragones, Quimeras, Serpientes gigantes, Arañas del mismo tamaño y/o algún que otro perro de tres cabezas (sí, lo sé, Cancerbero). El caso es sorprender al jugador con elementos mitológicos suficientes como para que éste se vea confundido. ¿Es esto algo real? No, hombre, no. Se trata de un videojuego, sin más.
Los elementos para hacer un videojuegos de mamporros, leches u hostias quedan claros. Uno, tener un personaje – hombre o mujer – que no necesariamente esté musculado , con la suficiente mala baba como para repartir de forma indiscriminada. Dos, montar una historia mitológica alrededor donde acabar con ángeles o demonios sea exactamente lo mismo, no hay moral ergo no hay resentimiento. Tres, tener la decencia de ir incluyendo enemigos más grandes que uno/a misma para que no nos parezca que aquello que estamos haciendo no es épico. Sí, nos hacen creer más importantes porque el enemigo que acabamos de batir mutiplica por cientos nuestro tamaño. Y cuatro – y último – buscar la paranoia constante y el mamporro gratuito. ¿Les suena? Seguramente no hemos descubierto la panacea pero como un buen cóctel nunca te cansas de repetir.
Porque hay que reconocer que si nuestro héroe, villano o mutante luchase contra un simple e indefenso gato a nadie le importaría, exceptuando a los defensores de los animales, claro. ¡Ah! Pero si el gato ocupa más de tres cuartas partes del escenario (lo que vendría ser el 75%) la cosa cambia, poco nos importaría de la dulzura y/o amor que éste desprendiera. ¿Es grande? Entonces, ¡Debe morir! Y así es en el 99.9% de los videojuegos de éste estilo, la fórmula de un hack’ n slash está clara pues. Da igual si encarnas el mal o el bien, tu enemigo es siempre aquel más grande. Algo que por el contrario ya sabíamos los seguidores de la Saga Ghostbusters (Ivan Reitman, 1984-1989) donde el enemigo Gozer el Gozeriano se reencarna en el simpático Mr. Stay Puft. Todo está ya inventado.
Psygnosis – o también conocido como Sony Studio Liverpool – es (o mejor dicho era) una compañía de videojuegos creadora de la Saga WipEout. Una saga de conducción futurista, de ese futuro que jamás parece llegar, ya que (y haciendo un paréntesis) muchos de los aquí presentes con una infancia ubicada en los años 80, soñábamos que en el futuro – concretamente el año 2000 – la forma de conducir sería la de un DeLorean tal y como se muestra en el film Regreso al Futuro II (Robert Zemeckis, 1989) o en su defecto como el Blade Runner (Ridley Scott, 1982) cosa que resulta similar, por no decir lo mismo. Psygnosis no fueron los únicos en plasmar una competición ¿sobre cuatro ruedas? donde los competidores debían desafiar el Dios Chronos – más mitología – para conseguir llegar el primero a la meta. Otros como F-Zero (Nintendo, 1991) buscaron el mismo efecto pero no entraremos a debatir cual fue mejor. Aún así, WipEout tenía algo que F-Zero no, un diseño diferenciado, un arte conceptual – suena más «cool» – que acercaba irremediablemente al jugador hacia un futuro creíble.
Psygonsis lo consiguió, sin duda, de forma simple y efectiva. El futuro – de existir – debe ser así y conducir un coche allí tiene «de facto» simplemente eso. Hasta aquí todo bien y entonces llego WipEout Fusion (SCE Studio Liverpool, 2002) para incluir el «Modo Zona». Una especie de efecto psicotrópico que mete al jugador – en este caso conductor – en una especie de espacio donde el agua se sustituye por LSD. Colores vivos, estridentes y muy marcados. Líneas rectas bajo un concepto que fue conocido posteriormente como minimalista. La Zona es un estado mental, un momento donde el jugador no existe, no decide, sólo actúa, por un instante su mente se vacía para reaccionar a aquello que se polstra enfrente. Un reto, que poco a poco ha dejado de ser una opción jugable a un Estado – cuan Nirvana – mental del videojuego.
Y, ¿qué es un hack’n slash sino un momento «Zona» continúo? Por momentos el jugador deja de pensar, sólo machaca botones observando la cantidad de movimientos – la mayoría de las veces sin su comprensión – que nuestro monigote (no, no eres tú) ejecuta casi sin despeinarse. Y aquí, sin más rodeos, entra El Shaddai: Ascension of the Metatron (UTV Ignition Games, 2011) un título que coge todo lo anteriormente expuesto y lo mete en una coctelera. Lo agita con fuerza, con mucha fuerza, con excesiva fuerza diría yo y lo mete en una espléndida copa (con sombrillita incluida). Un título un tanto extraño, para empezar tenemos que la cuota mitológica la copa La Biblia, un libro maldito que suele aterrorizar a más de un ateo. Enoc, nuestro héroe, será un rubiales que deberá pasearse por los cielos en tejanos y armadura intentando purificar a unos Ángeles corruptos. Lo extraño no es el argumento, lo extraño es que el título parece estar construido bajo el mundo de WipEout, una «Zona» constante donde el color estridente y el LSD han vuelto para quedarse de forma PERMANENTE – sí, en mayúscula.
Y pese a todo el barullo hay algo que destaca por encima de todo. No son las armas, ni el estilo de lucha, ni tan siquiera la incongruente forma de presentar a los enemigos. No, si por algo destaca El Shaddai: Ascension of the Metatron es por su inclusión de pantallas de «scroll» horizontal. Sí, una fórmula viejuna en un título de la ya no tan nueva next-gen, algo que acompañado de un bonito colorido acerca la experiencia a aquello que títulos como Outland (Ubisoft, 2011) consigue de forma aplastante y no es otra cosa que tener al jugador pendiente de la evolución natural del título. El Shaddai no destacará por su historia (o sí) o por su sistema pésimo de plataformas – donde caer no tiene apenas penalización – pero se presenta como algo diferente (ya no sé si necesario) dentro del subgénero de ir pegando leches por doquier. ¡Con la Iglesia hemos topado!