Tanzania tiene un producto interior bruto per cápita de 1.500€. Es uno de los países más pobres de África en según qué indicadores, sobrevive dependiente del turismo y la mayoría de sus habitantes, aquellos que no viven en alguna de las dos o tres ciudades importantes, subsisten de su propia cosecha y nunca jamás vieron los imágenes de los aviones estrellándose contra las torres gemelas. La temperatura en Dar es Salaam, cuando mi avión despegó a las nueve de la mañana, era de treinta y cuatro grados. Estados Unidos es el país más rico y poderoso del mundo. El PIB por habitante de este país es de 38.800€, unas veinticinco veces mayor que el de Tanzania. Cuando aterricé en Nueva York, ciudad que se sumió en el pánico y el caos aquel 11 de septiembre de 2001, la temperatura bajo la nevada que estaba cayendo era de dos grados bajo cero. Treinta y seis de diferencia con el lugar del que venía. Mis chanclas, mi bañador y mi camiseta de manga corta se me antojaron ridículos, mucho más que insuficientes, ante lo que me esperaba fuera del avión. Sobre todo cuando comprobé que mi macuto, del que tampoco podría decirse que estaba bien surtido de ropa de invierno, se había perdido en algún lugar de un aeropuerto europeo.
Imaginé qué otras circunstancias podrían hacer el shock más grande. Qué mayor cambio, entre uno y otro lugar del planeta, podría ser más impactante. Qué contraste alcanzaría adjetivos superlativos como este, entre dejar de arrastrar un macuto polvoriento por los carreteras africanas, a bordo de mini buses sin puertas ni cinturones ni prisa, expuesto a la malaria que por algún momento pensé haberme traído de África y, unas horas después, ir de compras para no sucumbir al frío invernal de Manhattan por la Quinta Avenida, cruzando por la catarsis lumínica que siempre me pareció Times Square y pagar, atónito, la cantidad en dólares sensiblemente superior a lo acostumbrado a desembolsar en África por una coca-cola, por un sándwich, por un recorrido en taxi y no en tuc-tuc, que ojalá aquí los hubiera. De la jungla de Zanzíbar a la jungla de acero, cristal y luces de neón. De los mangos que esperan en los árboles a los taxis que se piden desde el Iphone. Y me costó encontrar ejemplos equivalentes.
Cuando en vuelo regular surqué el cielo de New York me esperaban dos pies en el suelo que sí se acordaban de mi. Ella hizo que el shock se absorbiera con optimismo; que el contraste se asumiera a golpe de pedaladas por la Gran Manzana, subido a mi brillante nueva bici de segunda mano; que las imágenes de África se solaparan con toda la naturalidad que es posible a las de la presunta capital del planeta; que elfrío se superara, aunque treinta y seis grados de diferencia fueran demasiados como para poder evitar el primer resfriado en siete meses; que las chanclas pudieran descansar y el macuto tuviera el primero de sus muchos días de vacaciones, tras haberlo dado todo en los peores y también más hermosos lugares del continente africano; y que las ansias de cruzar ese lugar de sur a norte tuvieran un digno destino alternativo en este punto del mapa, en esta urbe situada en el mismo paralelo que Madrid pero notoriamente más fría que ésta. Una ciudad donde me esperaban. Un lugar, quizá, donde quedarse.Nota: la fecha original de publicación de esta entrada es el 22 de marzo de 2013.