Revista Psicología

El shock de Darwin

Por Gonzalo


Para Leonardo da Vinci  (1452-1519) estaba muy claro: “En la naturaleza no existe el error; has de saber que el error está en ti.”  Demasiado perfectos le parecían a este genio universal el reino y la creación de la naturaleza como para admitir alguna duda acerca de su carácter infalible.

El escepticismo frente a la naturaleza no tiene su causa en los objetos, sino en el sujeto. En otras palabras: cada vez que nos llama la atención algún error en la naturaleza, ello no se debe a la naturaleza en sí misma, sino únicamente a nosotros y a los erráticos mecanismos de nuestro conocimiento.

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Errar es humano, pero la naturaleza es divina y, por tanto, perfecta. Esa visión y esos criterios encajan muy bien con Leonardo, que era un hombre humilde. Aunque dotado de un talento extraordinario, este genio renacentista no veía la perfección verdadera en sí mismo, sino en el mundo que lo rodeaba, ya que lo guiaba  el convencimiento de que la naturaleza había surgido de un lance divino, en un acto único de creación de Dios. Una idea que marcó el pensamiento de los hombres durante muchos siglos antes y después de Leonardo.

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Pero entonces llegó Charles Darwin (1809-1882), quien, ya de niño, solía coleccionar aplicadamente caracolas, insectos, huevos de aves y piedras. En  1825  inició sus estudios de Medicina, pero las conferencias le parecieron aburridas y las operaciones, sencillamente, antipáticas, razón por la cual se cambió a la carrera de Teología, a fin de trabajar luego como párroco rural.

Gracias a la mediación de unos amigos, en el año  1831  viajó en una excursión con el legendario Beagle, que lo llevó, entre otros lugares, hasta las islas Galápagos. Las incontables observaciones sobre la naturaleza y las horas de lectura durante ese viaje por mar de cinco años lo convirtieron en un convencido defensor de la teoría de la evolución.

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Su planteamiento fundamental es que las especies animales y vegetales no son el producto de una creación que los ha dotado de características y facultades inmutables, sino que es la consecuencia de un proceso de adaptación que les asegura a los seres vivos la supervivencia en un mundo siempre cambiante.

Además de la adaptación, otro de los conceptos fundamentales en el sistema de Darwin es la selección. Según este último concepto, una especie biológica produce siempre una descendencia con variaciones muy pequeñas, minúsculas, las llamadas “transmutaciones”. De éstas sólo perduran aquellas que se adaptan a las exigencias del entorno, mientras que los descendientes inadaptados desaparecen de inmediato.

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Los mutantes adaptados no sólo sobreviven, sino que engendran hijos, nietos y otras muchas generaciones en las cuales esas mutaciones eficaces se imponen hasta que, finalmente, surge una nueva especie.

Todas las especies de plantas y de animales, y por tanto también el ser humano, son, según Darwin, el producto de un proceso de selección al que únicamente sobreviven aquellos individuos que desarrollan las mejores estrategias de adaptación.

Un principio que ha pasado a la historia como “supervivencia del más apto” y que ha dado pie a todo tipo de malentendidos.

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Uno de esos grandes malentendidos se basa en la creencia de que en la evolución sólo sobrevive “el más fuerte”, mientras que los débiles están condenados a la extinción. Una “lógica evolucionista” que se transfiere siempre con gusto a las sociedades humanas para, por un lado, proclamar las pretensiones de poder y la brutalidad como un “derecho del más fuerte” y, por otro lado, presentar los problemas de los socialmente más débiles como algo banal, como los cantos de cisne de unos perdedores, gente que habrá de desaparecer pronto del planeta.

Lo cierto, sin embargo, es que las sociedades humanas funcionan de un modo diferente a la evolución y, en muchos sentidos, se han desarrollado como un polo opuesto a ella. Tales fenómenos antinaturales y “bionegativos” como la moral, la filosofía, el arte, la música, la religión y hasta los seguros médicos jamás hubiesen surgido si la Humanidad hubiese evolucionado únicamente a partir del principio de la “supervivencia del más apto”.

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En ese caso,  jamás hubiesen existido tipos como Diógenes, quien, metido en su barril, ofendió a Alejandro Magno y llegó con ello incluso a hacerse un hueco en la historia. Por otra parte, nosotros, los hombres del presente, nos veríamos obligados aún hoy, en caso de sufrir un dolor lumbar, a renunciar a nuestro puesto de trabajo hasta nuevo aviso y, probablemente, también   a nuestro sitio en el lecho matrimonial.

Otro de los malentendidos consiste en atribuir a la teoría de Darwin un pensamiento esencialmente orientado hacia el progreso.  Todo ello de acuerdo al modelo siguiente: en todos   estos millones de años, la vida ha venido superándose una y otra vez, desde la célula individual, pasando por la asociación de células, las plantas y los animales, hasta llegar al hombre.

Puede que el acto de la creación divina se haya desvanecido, pero, en su lugar, se nos cuela por la puerta trasera el constructo elitista del ser humano como “cima de la Creación”. Justamente como cima de la evolución, es decir, lo máximo de todo lo que se ha desarrollado hasta ahora en el planeta.

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No cabe duda de que, en tales constructos, la vanidad desempeña un papel fundamental. Sin embargo, los hechos demuestran una cosa muy distinta. Desde un punto de vista físico, el ser humano es un ser deficitario, es débil,  lento, delicado, y, en comparación con otros animales, oye, huele y ve bastante mal.

Lo único que los distingue es su gran cerebro, extremadamente eficiente. Pero ¿constituye eso realmente una ventaja evolutiva? Hasta ahora, en efecto, el experimento del “gran cerebro” ha funcionado, pero ya han transcurrido algunos milenios desde su introducción, lo que, en comparación con otros períodos de la evolución, no corresponde ni a un segundo en la vida de un hombre.

En cambio, las últimas décadas muestran que el ser humano y su cerebro tienen un marcado afán de destrucción, capaz de arrojar a la catástrofe no sólo a la Humanidad misma, sino a todo el planeta.  En realidad, no es posible llamar progreso a  algo así, sino que se trata más bien de una danza sobre la cuerda floja, en la cual la evolución coquetea con su propio hundimiento.

Fuente:  DE FOCAS DALTÓNICAS Y ALCES BORRACHOS Por qué sobreviven algunas especies animales a pesar de sus defectos naturales (Jörg  Zittlau)


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