Llevo mucho tiempo sin leer nada. Me da pereza, no me animo y se me va el tiempo entre las cosas que pienso, hago y aplazo. A veces leo una revista mientras espero que me atiendan en una notaría o leo un cuento en la pantalla del computador mientras decido si empiezo a hacer un reporte o contesto un derecho de petición. Más que leer, abstraigo un par de frases de lo que leo, las proceso y trato de incorporarlas a mi visión del mundo. Si es que la tengo, porque ante la pregunta ¿Cuál es su visión del mundo? sólo podría responder que me gustan un par de cosas y que me disgustan otro par. No podría decir, orgulloso, que soy anarquista, conservador, animalista, que vivo contento o que vivo triste. No sé: esa siempre parece ser la respuesta a todo. ¿Es la vida un valor supremo? ¿Deben prevalecer las libertades sobre el orden? ¿Es el progreso un mito o debería ser un imperativo social? No sé.
No sé. Eso parece decir de principio a fin John Gray en su ensayo El silencio de los animales. Tras un análisis de los pilares ideológicos de diversos episodios históricos, nos deja con la sensación de que la historia humana es un edificio, si bien altísimo y lujoso, imaginario. Una sucesión de mitos incuestionables, la prórroga infinita de decisiones fundamentales. El simio, meditabundo, que observa al hombre que mueve piedras y crea cosas que no necesita pero a las que atribuye el carácter de imprescindibles.
Más que una crítica al progreso, El silencio de los animales es un no sé de proporciones épicas. Una bonita escultura de la duda. He dejado de leer porque las opiniones de otros, sus historias y sus reflexiones interfieren con el abrigo existencial que me proporciona la incertidumbre. John Gray hace del mito que todos hemos dado por cierto, un limbo oscuro que devuelve la calma.
Jorge Aranda
Libélula Libros