Revista Cine
Incluso la vida más pobre y sórdida es un drama de Esquilo si pensamos en la tragedia de las funciones, en los susurros de las secreciones, en los silencios de los órganos, en los esfuerzos de la memoria, en los tanteos de la voz, la sangre que circula, los miasmas mortales, las peleas entre microorganismos, las guerras espermáticas, las erupciones celulares, las calamidades de los nervios, las predestinaciones bioquímicas, el sino que poco a poco te introduce en el morbo final, las plagas, los granos reventados, las serpientes de la locura, y las furiosas perras del Hambre.
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Una amiga enferma de cáncer nos cuenta lo que es quedarse sola, ante la máquina que irradia sobre su pecho el Cobalto 60. Es una máquina que habla: un zumbido extraño que a veces se alza, a veces cesa. En un aislamiento completo, con una puerta pesadísima a la espalda, surge ese compañero ambiguo, que se sabe mortífero, rehuido y temido por todos, que contigo debiera siempre mostrarse lleno de benevolencia y, a cambio de dinero, curarte. ¿Pero qué lengua habla ese monstruo? ¿Qué advertencias murmura? ¿Qué cuenta? Tal vez habla de otros que han pasado por allí, y que han muerto, y te recomienda que no te hagas ilusiones, honestamente te ruega: “No me creas capaz de vencer a la muerte”.
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En la fase gaseosa de la putrefacción todo hombre blanco se convierte en negroide, e incluso un enano tiene su momento de gigantismo.
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Marañón asesta un buen golpe al mito de la juventud: la función sexual en el hombre no está verdaderamente madura más que a partir de los treinta y cinco años (la edad del héroe de Senectud), la vida afectiva alcanza su apogeo incluso más tarde: “La verdadera plenitud del corazón del hombre, para el amor y para toda suerte de sentimientos delicados o apasionados, no se adquiere sino entre los cuarenta y los cincuenta años”. Creyendo lo contrario, supersticiosamente los hombres se ponen a amar a los veinte o a los treinta, repartiendo a manos llenas la desilusión y la infelicidad.
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Una alteración en el riesgo de oxígeno produce anomalías en las células, las hace anárquicas y blanco inmediato del cáncer. Se ha observado una analogía entre las degeneraciones de estas células y las metamorfosis de las extraídas de los cadáveres, donde los fenómenos respiratorios han cesado. El cáncer, cuyo germen es (suponemos) el metabolismo alterado del oxígeno, trabaja para reducir todavía más la oxigenación celular, hasta la muerte del enfermo, ya en parte un retrato de cadáver debido a la invasión de las células alteradas y vampíricas (cadáveres que al morder las células sanas las hacen iguales a ellos). La relación medular entre industria y cáncer está tal vez ahí, en el inexorable saqueo de oxígeno que lleva a cabo la fábrica, en perjuicio de quien trabaja allí o de quien vive cerca, y la irresistible, e infinitamente maléfica, proliferación industrial del mundo.
[Traducción de J. A. González Sainz]