Un viejo entró en la consulta de von Monakow, el neurólogo más importante de Zurich. Sufría problemas de movilidad, llevaba años con alucinaciones visuales y le costaba encontrar las palabras exactas para lo que tenía que decir. Tenía 70 años y arrastraba cuatro de continuos problemas médicos. Estaba cansado, muy confundido y desorientado. No obstante, el motivo que le había llevaba a la consulta era nuevo. Desde hacía semanas, no veía nada o casi nada; pero él creía que sí.
Durante los primeros días después de que la lesión inutilizara su corteza occipital, “pensé que estaba en un pozo oscuro o en un sótano”. Más tarde, empezó a acostumbrarse a las alucinaciones por más que familiares, amigos y médicos se obstinaban en demostrarle que estaba completamente ciego. Pero él sostenía que no; que podía estar “viejo, atontado y débil”, pero que no estaba ciego.
El caso fue recogido en 1885 por Monakow en un artículo en el que consideraba la primera descripción histórica del Síndrome de Antón como una anosognosia, una complicación típica de la ceguera cortical en la que el paciente negaba haber perdido la visión. Una complicación por la que “simula que puede ver e intenta comportarse y moverse con normalidad pese a que es evidente su pérdida visual”.
En este caso se refería a un caso muy específico, cuando se dañaba la región de la corteza occipital encargada de procesar la información visual. Solía ocurrir por una hemorragia , un tumor o un accidente vascular cerebral de algún tipo; no obstante, el resultado era el mismo: el ojo estaba perfecto, el nervio óptico y el resto de estructuras internas, perfectas; la pupila funcionaba con normalidad; se conservaban los reflejos, pero el paciente no podía ver nada o casi nada.
Ero cierto que, como el sistema visual estaba bien, había ciertas funciones que no pasaba por la corteza cortical y se conservan. Por eso mismo, se tenía una vaga percepción de la luz y el movimiento. De hecho, durante siglos, los médicos pensaron que los ciegos corticales estaban fingiendo. Al fin y al cabo, no tropezaban y podían esquivar cosas que se les acercaban. El problema era que, realmente, no podían ir más allá.
De entre todos esos “ciegos corticales”, los que menos problemas planteaban eran los que decían que no lo estaban. No obstante, a medida que la neurología ganaba peso y los casos de anosognosia se iban documentando, el misterio se hacía más profundo. El primero que ató cabos y se dio cuenta del problema, fue el neuropsiquiatra checo Gabriel Antón y su colaborador, Joseph Babinski.
Finalmente, la situación quedó contenida en un espacio muy pequeño. Solo se documentaron 28 síndromes de Antón. Casos que sirvieron para entender en profundidad muchas cosas sobre cómo nuestro cerebro procesaba la misma enfermedad y allanaba el terreno para acercamientos más científicos, precisos y mucho más emocionantes. Aunque al final, hubiese un montón de cosas delante de los ojos que no se vieran.
(Javier Jiménez@dronte)