L os mapas dibujan en África tropical, allá abajo, en medio de la negritud, la cuenca del Congo. Una selva elefantiásica, algo así como cuatro Españas, cuyo grueso pertenece a la antaño colonia belga y hoy constituida República Democrática del Congo. (Creo que el adjetivo "democrática" alude a que dictadores asesinos y cleptómanos, como Leopoldo II o el extraordinario Mobutu, son agua pasada.)
En la RDC, de donde sacaraon el uranio con el que Truman arrasó Hiroshima y extraen el coltán que se arrebuja en los teléfonos móviles, viven 75 millones de "subsaharianos", todos muy parecidos, pues solo hay 250 etnias y escasamente 240 idiomas: kikongo, lingala, tshiluba, ngbaka... Cosa rara, no se habla catalán. ¿Biodiversidad, dice usted? Apenas 10.000 especies de plantas, 1.000 de aves y 400 de mamíferos, incluidos los grandes simios. Un huerto inmenso regado por el río Congo, la gruesa anaconda a la que afluye el modesto río Ébola.
De esa selva impenetrable, en 1976, emergió un bestia-virus que en pocos días de fiebrona y hemorragias abatió al 90% de la tribu. Ostenta el pésimo honor de ser la primera víctima el maestro Lokela, de 44 años, al que dieron quinina por una supuesta malaria. A la semana vomitaba sin parar y chorreaba sangre; en 14 días dobló la gorra. El agua es inocente, pero al virus criminal, que tiene forma de alambre retorcido, lo bautizaron como el río.
Se agazapa en la fronda (quizá en las tripas de los murciélagos) y se transmite a simios y otros mamíferos, por andar toqueteando fluidos y excretas: sangre, saliva, sudor, flujos genitales, orina, heces, vómitos... ¡Primera lección y menos mal! No se coge del aire, como la gripe o la tuberculosis, sino que exige un contacto íntimo, incluso con cadáveres frescos, que se frena con cualquier impermeable.
En los últimos 30 años, varias cepas de Ébola escaparon del bosque a oleadas, como escuadrones dementes que aniquilaban a unos cuantos gorilas o humanos, en brotes epidémicos de salvaje brevedad, y enseguida retornaban a sus cuarteles. ¡Ojo! Siendo un virus más bien poco contagioso, provoca gran mortalidad, en promedio del 80%. (Por comparación, la mortalidad por gripe A en España, en la pandemia de 2009, fue del 0,04%.) Los raros y suertudos superviviventes no volvían a infectarse, de ahí la hipótesis de que su sangre atesore cierta inmunidad.
Algún ingenuo proclama que los países ricos no investigaban el Ébola por ser "cosa de negros", pero resulta que sus incursiones bruto-letales no daban tiempo a observar a numerosos pacientes. ¡Ajá! Misteriosamente, allá por marzo de 2014, el Ébola lanzó un ataque muy extraño. Contra pronóstico, ha durado meses, masacrando no un poblado remoto de la selva, sino a miles de urbanitas. No a una circunscripción en la médula del Zaire, sino a cuatro países de la costa occidental: Guinea, Sierra Leona, Liberia y Nigeria. No a los parajes donde no se espera al hombre blanco, sino a los campos donde trabajan cientos de cooperantes, médicos itinerantes, laicos solidarios, congregaciones religiosas y reporteros bélicos.
Ahora, justo ahora, podremos contraatacar con sueros y fármacos que sí estaban investigándose, pero se hará -con lógica aplastante- en centros punteros, dotados no solo de tales medicinas, sino de instalaciones y personal ad hoc. Seguro que habrá éxitos en pacientes aún no desahuciados, pero será en ciertas unidades muy expertas en fiebres hemorrágicas virales, porque hay Ébola, claro, pero también está el virus Marburgo. En vanguardia, América repatrió a dos sanitarios para tratarles fetén y otras tierras del primerísimo mundo (Alemania, Francia) actuaron igual, porque disponen de recursos biomédicos de Nivel 4.
¿Y España, qué hizo España? Algo parecido, pero al revés. Repatrió moribundos, para meterlos en un chamizo de segunda mano, atendidos por gente sin adiestrar y sin garantía de acceso a terapias novedosas. Yo mismo abogué por traerlos, pero sucede que el Gobierno me engañó, presumiendo de tener lo que no tenemos. Se disfrazó de humanitarismo y solvencia, pero todo era propaganda e improvisación. Derrochó de mala manera lo que podría haber pagado a hospitales de Atlanta o Hamburgo -mejores en este aspecto concreto-, como hacen los finlandeses al operarse en España del corazón. Esto no son pedrada-opiniones, sino hechos que se van desvelando, vergonzosamente, en ruedas de prensa confusas y mentireiras. Son síntomas que un buen amigo, cirujano plástico por más señas, define como "síndrome de Catrasca": cagada tras cagada.
Es Catrasca que una auxiliar se infecte accidentalmente y nadie se percate (nadie es el compañero que debería estar supervisándola). Que la susodicha tome vacaciones tan ricamente y vaya a depilarse las piernas (como mínimo) y se presente a un examen. Catrasca si acude al ambulatorio por fiebre y no dice que curra donde curra. Que vuelva al hogar con paracetamol para bajar/enmascarar la fiebre, mientras su marido y un perro salen de paseo. Catrasca si avisa al centro "de referencia" (el suyo), les habla de su fiebre a los "expertos" y éstos se la encaloman a un hospital comarcal que nunca se vio en otra más gorda. Que la examinen y la pinchen como a un 28-barra. Catrasca es la ambulancia que siguió funcionando con luces, bocinas y ébolas. Es el médico de Alcorcón que, temiendo estar infectado, convoca a un enjambre de periodistas con alcachofas para exponerles sus cuitas.
Catrasca es que la ministra (una de cuyas poquísimas competencias exclusivas es la sanidad exterior), después de liarla parda, presuma de "protocolo" cuando todo es caos de Nivel 24. ¿Y el marido, y los ecologistas, lloriqueando por un perro? No un hijo, no la nieta de la enferma que está literalmente en el filo de la muerte, sino un mamífero, muy verosímil transmisor de un virus jodido, del que no sabemos protegernos. Lo que haiga farta antes de sacrificar al chucho, dicen, y es Catrasca.