Revista Filosofía

El síndrome de don juan (por qué desdeñamos la realidad)

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
(LOS LÍMITES DEL INDIVIDUALISMO II)
El Romanticismo vino a sancionar (o a servir de desembocadura a) la idea de que el yo, el sujeto, lo íntimo… lo natural era lo único auténtico, y el objeto, sólo un medio, una investidura, una coartada para que la subjetividad aflorara. “Esto es, en rigor, lo que el romántico busca al rozarse con los paisajes –razonaba Ortega sobre este asunto–: más que verlos a ellos, contempla los remolinos que en su alma apasionada y líquida forma la piedra que cae de fuera”. Desdeñando la realidad objetiva, el romántico pasa a atender solamente lo que sus emociones le dictan: “El romántico –dice también Ortega– (…) no necesitaba ver las cosas sino lo estrictamente necesario para que se disparase su emoción, para entrar en frenesí y embriaguez. Entonces se volvía de espaldas al exterior y se ponía a beber su propio estupor”.
EL SÍNDROME DE DON JUAN (POR QUÉ DESDEÑAMOS LA REALIDAD)
Esta forma de mirar invadió todos los órdenes de la cultura y acabó por sustentar la manera de estar en el mundo que aun hoy mantenemos. Impregnó, para empezar, la perspectiva de aquellos cuya imaginación viene a ser como el oráculo que en clave simbólica anuncia el mundo que está por venir: los artistas. Kandinsky, un influyente teórico del arte, además de pionero entre los artistas de nuestro tiempo, dejó claramente expresados esos fundamentos al hablar de la pintura: “Los elementos de construcción del cuadro no radican en lo externo, sino en la necesidad interior”. Y advirtiendo de hacia dónde se dirigía el arte, éste que fue el iniciador de la abstracción en la pintura señalaba también indirectamente los destinos hacia los que apunta nuestra cultura: “Con el tiempo –decía– será posible hablar a través de medios puramente artísticos, será innecesario tomar prestadas formas del mundo externo para el hablar interno”. Paul Cèzanne lo ratificaba cuando renunciaba a representar los objetos; según él, “un cuadro no representa nada, no debe representar, en principio, más que colores”. Aislados, borrachos de soledad, los artistas de la modernidad tardía, postromántica, decidieron seguir el camino que André Breton anunciaba desde el surrealismo cuando decía: “Únicamente el surrealismo podrá explicar el estado de completo aislamiento al que esperamos llegar aquí en esta vida”.
EL SÍNDROME DE DON JUAN (POR QUÉ DESDEÑAMOS LA REALIDAD)
Ya, por entonces, la psicología había captado el mensaje: los trastornos psíquicos, venía diciendo, por ejemplo, Freud, son maneras de configurarse la libido, la energía psíquica (sexual decía él), algo que ocurre en el interior del sujeto, y su remedio también es asunto interno, platónicamente ceñido a la capacidad de recordar, que era lo que la terapia psicoanalítica pretendía activar, no al trato con las cosas, que, como en el romántico, sólo llegaba a ser una forma de vestir las emociones y el inconsciente, auténticos protagonistas del drama. La conclusión final de la nueva psicología iba a ser que el indicio de salud quedaría revelado en el hecho de que el sujeto estuviera a gusto consigo mismo. El mundo no quedaba comprometido en la tarea. Y sin embargo, ya Nietzsche había advertido que “el psicólogo tiene que apartar la vista de sí para llegar a ver algo”. El mismo Nietzsche había advertido: “El desierto crece: ¡ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!”
EL SÍNDROME DE DON JUAN (POR QUÉ DESDEÑAMOS LA REALIDAD)
Se estaba, pues, configurando una forma de mirar que Ortega vino a decir que encajaba como anillo al dedo en las sesgadas expectativas que los españoles como conjunto emitimos hacia la vida, porque decía de nosotros: “Jamás la grandeza ambicionada se nos ha determinado (a los españoles) en forma particular; como nuestro Don Juan que amaba el amor y no logró amar a ninguna mujer, hemos querido el querer sin querer jamás ninguna cosa. Somos en la historia un estallido de voluntad ciega, difusa, brutal”. Lo cual explicaría nuestras dificultades a la hora de comprendernos como país, de saber de dónde venimos y a dónde vamos, de vislumbrar las trayectorias (los objetivos, las parcelas de mundo externo) que nos señala nuestro destino. “Tal es la tragedia de Don Juan –concluye su paralelismo Ortega–, el héroe sin finalidad”. Un héroe que remite sus deseos no hacia lo que la realidad le oferta, sino hacia los acuosos destinos que su íntimo delirio le va proponiendo.
Y este mismo sería un contexto suficientemente adecuado para entender también el delirio del que brotan nuestros nacionalismos centrífugos. Dice Jon Juaristi (“El bucle melancólico”) que lo originario en ellos es, efectivamente, la emoción, un sentimiento de nostalgia de algo que nunca existió… ni falta que hace, puesto que será esa emoción la que dé origen y ponga en marcha un discurso narrativo que no tiene menos poder y capacidad de influir por el hecho de ser mítico (es decir, por subordinarse a las emociones que lo generan, a las que simplemente dan un ropaje, sin llegar a tributar el debido respeto a los hechos objetivos). Una vez desvirtuados, por falaces, los argumentos objetivos (la comunidad de sangre, la historia, la lengua, que mayoritariamente es la española…), los nacionalistas apelan a la emoción, a su voluntad de ser nación como fundamento de su derecho a la independencia. El sentimiento, lo subjetivo, pues, alzado una vez más como criterio ordenador de lo que deben ser o no las cosas. Son las secuelas de lo peor del Romanticismo.
El mundo está caminando en buena medida sobre el rastro que propone esta dictadura de lo subjetivo: la publicidad y el mismo consumo no se fundamentan en las cualidades objetivas de los bienes de consumo, sino que aluden a lo que eventualmente representan en este otro ámbito subjetivo de las emociones: una bebida se sugiere no porque su necesidad pueda deducirse de algún dato objetivo, sino porque está asociada al personal goce de vivir; de un coche no es preciso publicitar sus valores mecánicos o de seguridad, sino la subjetiva sensación de potencia que le acompaña… El mismo mecanismo –aludí a ello en otro artículo– serviría para explicar el hecho de que uno se pueda inscribir en el Registro Civil como hombre o como mujer no teniendo en cuenta los datos objetivos que acompañan a tal condición, sino la subjetiva percepción que uno tenga sobre el sexo al que pertenece. La realidad, en fin, dice el posmodernismo, no tiene ningún sustento objetivo: es una función del lenguaje…
“El ideal moderno de subordinación de lo individual a las reglas colectivas ha sido pulverizado –dice el sociólogo Gilles Lipovetsky, uno de los más cualificados analistas de la cultura actual–, el proceso de personalización ha promovido y encarnado masivamente un valor fundamental, el de la realización personal, el respeto a la singularidad subjetiva”. Y añade: “Escoger íntegramente el modo de existencia de cada uno: he aquí el hecho social y cultural más significativo de nuestro tiempo”. Para concluir: “Neofeminismo, liberación de costumbres y sexualidades, reivindicaciones de las minorías regionales y lingüísticas, tecnologías psicológicas, deseo de expresión y de expansión del yo, movimientos ‘alternativos’, por todas partes asistimos a la búsqueda de la propia identidad, y no ya de la universalidad que motiva las acciones sociales e individuales (…) Cada cual puede componer a la carta los elementos de su existencia”.
Y sin embargo, y como Ortega advertía, “el yo no adquiere un perfil genuino sin un tú que lo limite y un nosotros que le sirva de fondo”. Uno mismo no puede deslindarse impunemente de su circunstancia, de los límites que impone la objetividad, a la hora de decidir quién es y cuál ha de ser su manera de estar en el mundo. Y como de todas las tiranías, va siendo hora de que también nos deshagamos de ésta de la subjetividad, que, sin soportes objetivos, nos lleva a estar perdidos en el laberinto caótico de multiplicidades en el que ha quedado convertida la realidad.

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