Revista Opinión

El Síndrome de HAL

Publicado el 30 marzo 2015 por Carlos López Díaz @Carlodi67
En la película de Stanley Kubrick, 2001: una odisea del espacio, un ordenador llamado HAL, dotado de una inteligencia similar a la humana, y aparentemente desprovisto de emociones, asesina a toda la tripulación de una nave espacial, excepto a uno de sus miembros, al cual trata de impedir su reingreso en la nave, de la que había salido momentáneamente. Aunque el guión deja abierta a especulaciones las causas de la actuación de HAL, sí queda claro que este se habría anticipado a los intentos de ser relevado por la tripulación, debido a sospechas de una anomalía en su funcionamiento.
En 2015 -y ahora hablamos desgraciadamente de la realidad, no de una ficción cinematográfica- el copiloto Herr Andreas Lubitz, persona que bajo su apariencia de normalidad y competencia ocultaba un historial médico que le incapacitaba para volar, estrella intencionadamente en los Alpes una aeronave con 150 personas a bordo, tras impedir al capitán, que había salido momentáneamente de la cabina, su acceso a esta.
Podríamos llamar "Síndrome de HAL" al estado psicológico de un sujeto dispuesto a cometer un crimen en las siguientes circunstancias:
-El sujeto desempeña un puesto de grave responsabilidad, del que dependen vidas humanas.
-El sujeto oculta problemas que podrían incapacitarle para ejercer ese puesto.
-El sujeto se insubordina tomando el control total de la situación.
-El sujeto altera radicalmente el sentido de la misión que le había sido confiada, con consecuencias fatales.
¿Por qué falló HAL? ¿Había un error en su programación que, combinado con determinadas circunstancias externas, propició que terminara enloqueciendo? ¿O bien había adquirido libre albedrío, y por tanto la capacidad de hacer el mal, de ser tentado por el orgullo de pensar que él comprendía la naturaleza de su misión mejor que los propios humanos?
El crimen de Andreas Lubitz inspira similares preguntas, que quizás nunca podamos responder del todo. ¿Era solamente un enfermo? ¿O un orgullo desesperado le impidió soportar la idea de acabar siendo destituido? Para el cristianismo, el mal en esencia es una insubordinación contra el Creador, es desviarse de la misión que le ha sido encomendada a uno, como si nos perteneciera por derecho propio; es la soberbia de no querer admitir nuestra imperfección.
No debería sorprendernos tanto que un suicida esté dispuesto a llevarse por delante la vida de otras personas. Si no aprecia la suya, no se ve por qué debería valorar la ajena. Pero el estrecho parentesco moral entre matarse a uno mismo y matar a otros difícilmente se percibirá si olvidamos que el mal es una rebelión metafísica, y no un mero conflicto de derechos subjetivos. Mientras Europa fue cristiana, siempre estuvo claro que no porque alguien se mate a sí mismo, o porque mate a otro con su consentimiento, deja de cometer un acto objetivamente malo. Si Lubitz se hubiera cortado las venas en la soledad de su cuarto de baño, su culpa sólo habría sido menor en un sentido cuantitativo, porque habría matado a uno en lugar de a ciento cincuenta. Hubiera sido preferible, sin duda, pero tampoco disculpable.
¿Es tan distinto Lubitz del terrorista sin antecedentes psiquiátricos que perpetra una masacre, inmolándose en el acto? Lo único que sabemos es que el hombre que se niega a reconocer sus limitaciones, que olvida quién es y de dónde procede, recuerda poderosamente a HAL.

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