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El síndrome del puto calamar

Publicado el 11 abril 2014 por Cristóbal Aguilera @CAguilera2

El síndrome del puto calamar

Ilustración: Susón Aguilera

Despuntaba el alba a doscientas millas de la costa Argentina muy cerca de las Islas Malvinas y justo en el límite de su zona de exclusión económica. En ese mismo instante y bajo una luz intensa y cegadora, unas trescientas embarcaciones “poteras” se encuentran a la espera de lanzar sus artes de pesca. Miles de líneas cargadas con centenares de anzuelos, dispuestos ordenadamente, para la captura de una gran parte de las casi cincuenta mil toneladas de calamar que esperan coger en esta campaña.
Es tan intensa la luz que desprende esta congregación de barcos que, ese punto concreto del océano, se puede distinguir perfectamente desde el satélite que la NASA tiene rondando por la zona. Las malas lenguas dicen que está operativo desde lo de la guerra con Inglaterra, allá por el ochenta y dos. Aunque cada año es lo mismo, llegado el momento, vuelven a enfocar la zona, como si no se fiasen.
Esta actividad pesquera es de una importancia vital para la comunidad local ya que proporciona unos de los mayores beneficios económicos, sino el que más, de toda la temporada. El calamar tiene muy buen precio y el mercado mundial no se sacia, de hecho demanda cada vez más, lo que hace que la presión sobre su pesquería aumente y aumente. La mayoría de las toneladas que se capturan se ultracongelan directamente en alta mar y pasan, de forma inmediata, a los barcos congeladores industriales, de ahí a los  distribuidores frigoríficos y a los pocos días, a los mercados de medio mundo.
Las cajas 38 a 56 del lote 566-Mal con 5 kilos de calamares ultra congelados procedentes del barco “Luz de la Mañana”, con sede Puerto Stanley, llegaron al almacén del principal mayorista de la zona. Habían pasado unos dos meses en un gran congelador argentino. Este congelador daba apoyo logístico a la pesquera. Su principal cometido era la recolección de las capturas de los diferentes barcos para que pudiesen continuar sin tener que regresar a puerto. Así podían optimizar al máximoel tiempo de pesca. Permanecieron almacenadas otros seis meses en un congelador de distribución minorista hasta que fueron a parar al carguero de mercancías perecederas que iba a transportarlo hacia Europa. Su destino, concretamente, era un puerto del norte de España.
Todavía hubo que sumar otros cinco meses en un almacén de un distribuidor local hasta que, finalmente, a principios de primavera, llegaron a nuestra planta para ser parte de la dieta de varios lotes de reproductores. Estaban destinados a constituir la base de la alimentación de los reproductores que estaban empezando su ciclo de maduración, “Dorada-1”.
Había pasado más de un año desde que fueron capturados y, al menos, tres intermediarios habían participado en el proceso de comercialización.
El calamar congelado, entero y sin eviscerar, resultaba un complemento extraordinario a la dieta habitual de pienso que recibían los peces. Todavía no disponíamos de las maravillosas dietas que posteriormente se formularon, como el famoso Vitalis Repro que precisamente se hizo con harinas de calamar, pero ya sabíamos de las extraordinarias cualidades de este molusco. Es que lo bueno.
Lo teníamos claro. Desde que introdujimos su uso generalizado la cantidad de huevos por kilo de hembra había aumentado, pero sobre todo observábamos un considerable efecto en la calidad de la larva. Sin duda alguna el calamar era una ayuda más que considerable para conseguir nuestros objetivos. Aun sin saber exactamente por qué lo que teníamos claro es que debían sumistrarse enteros.
A la caja número 42, recién abierta, le caía un chorro de agua salada tibia procedente del desagüe de la piscina en la que estaba el lote de reproductores. Ramón utilizaba este procedimiento para descongelar los calamares lentamente. Las doradas estaban relamiéndose sabiendo que ya que se acercaba su hora de la comida. Incluso podía oírse su revuelo cuando notaban el movimiento previo al encendido de las luces de la mañana. Es muy posible que hasta detectasen que era martes, el primer día de la semana en la que recibían su manjar. Ramón estaba convencido que era así.
Los cinco kilos ya estaban descongelados. Los escurrió bien y los trasladó al caldero que utilizaba para alimentar. Ascendió la pequeña escalera de hierro que daba acceso a la puerta del estanque. Apoyó el caldero en la repisa exterior y abrió la puerta. Las doradas empezaron a nadar en círculo y acercarse a la puerta. Obviamente estaban acostumbradas, sabían que era la hora. Su hora de degustar el manjar extraordinario que esperaban ansiosas. Ramón se acomodó en el espacio que quedaba en el quicio haciendo uso de otro cubo algo más pequeño que solía usar para sentarse. Ya en su sitio, empezó a lanzar, poco a poco, los calamares al agua.
Nada más sentir el primer chop, los peces se abalanzaron con fruición, cerraron el círculo y empezaron a devorar los calamares, en un primer momento, con un frenesí asombroso, después, con algo más de sosiego. Continuó alimentando con normalidad durante unos minutos, en realidad pocos, ya que notó algo raro. Normalmente se comían todos los calamares, no dejaban nada, ni rastro y todo ello en unos escasos minutos. Pero ahora algunos peces los estaban rechazando, incluso observó que los regurgitaban enteros.
Paró de inmediato. Le quedaba poco más de la mitad. Siguió mirando con detalle, con extrema atención y con los ojos más abiertos que de costumbre. Se los frotó, una vez, otra, no acababa de creerse lo que estaba viendo. Algo estaba sucediendo. Algo que no era normal. Algo que le recordaba a episodios pasados. Algo que ya había vivido. Algo que acabaría siendo terrible.
Las doradas empezaron a saltar fuera del agua, es más, casi volaban de la fuerza con la que se impulsaban. Daban unos tremendos coletazos que impulsaban el agua en todas direcciones, empapando totalmente a Ramón. Las carreras, idas y venidas, eran feroces y sin ningún tipo de control, chocaban con las paredes y entre ellas. Siguieron unos cuantos saltos más y de repente se pararon. Tras un par de contracciones violentas cayeron como pesados plomos al suelo del estanque. Dejaron de moverse. Silencio. Un tenso y doloroso silencio en el ambiente.
Todos los peces estaban muertos. Había pasado delante de él y en apenas dos minutos.
No se lo creía.
Aunque ya se habían producido sucesos de características similares que acabaron con la muerte de un número considerable de peces, nunca con todos. Ésta era la primera vez que lo había presenciado directamente y no acababa de salir de su asombro por la rapidez del suceso. La verdad es que no sabía qué hacer. Tal vez pasaron unos cinco o diez minutos hasta que reaccionó. Le caía una lágrima y no era salada. No, no era agua de mar como consecuencia de las salpicaduras, es que lloraba de impotencia.
Con la mayor de las urgencias montamos un operativo que incluyó la movilización de varias personas de diferentes lugares de la península y así contamos al día siguiente, miércoles, con dos expertos veterinarios curtidos en cien mil batallas marinas.
Los doctores P. A. Dros y Z. Arza (Paco Andrés y Zacarías para los amigos) acudieron raudos a nuestra llamada de socorro.
Hombres duros (de los que ya han perdido muchas escamas) capaces de meterse entre pecho y espalda dos o tres instalaciones de trucha y un par de jaulas de dorada con cualquier síndrome y ante la mayor de las presiones de los productores que, boquiabiertos, veían como se desangraba su cuenta de resultados. Sin embargo ninguno de los dos estaba preparado para lo que a continuación vendría.
Cincuenta y dos peces de cuatro kilos de peso medio, o sea, más de doscientos kilos de “misterio” esperaban en la cámara de frío cubiertos de hielo para que las condiciones del examen fuesen las mejores posibles. Se organizaron dos grupos de trabajo. Uno iba a ir extrayendo sangre de cada uno de los peces y a continuación seguirían con otras partes como branquias, hígado, páncreas, corazón y bazo que perfectamente identificados, pez a pez, irían a parar a botes con formol. El segundo grupo con ayuda de una sierra y mucha paciencia teníamos que “descerebrar” (literalmente hablando) a los cincuenta y dos peces que componían el lote. No es fácil acceder a un cerebro tan pequeño y hay que ver lo dura que es la cubierta que lo protege, tal vez pensamos “tanto para tan poco” pero no estoy muy seguro. Acabamos finalmente realizando siembras en placas de Petri con diversos compuestos con la intención que si tenía que crecer algo que no fuese porque no tuviera dónde hacerlo. Estábamos dando palos de ciego, pero no queríamos dejar de dar el palo certero.
Realmente fue un día agotador, apenas si paramos para tomar unos bocatas y organizar la logística de los diferentes envíos de las muestras que se habían recogido. Una parte debía ir a Italia, otra a Inglaterra, otra a dos centros de la Península e incluso un par de muestras a Japón, entre estas se incluían los calamares, tanto enteros como parte de lo regurgitado por los peces. Todo quedó convenientemente empaquetado y a la espera de que apareciese el mensajero. Muchas esperanzas estaban depositadas en los frascos diversos. Los miramos convencidos de que ahí había una respuesta ¿dónde? todavía no lo  sabíamos.
Aprovechamos el día siguiente para repasar con atención y cuidado todos los detalles de este lote. Nos remontamos tres meses atrás, revisamos el protocolo y cada una de las actuaciones, los muestreos, movimientos, temperaturas, controles… y su alimentación.
Nos llamó el origen de los calamares, “Hemisferio Sur”. Generalmente nuestro distribuidor solía traerlos del hemisferio norte y concretamente de la costa canadiense. No sé por qué pero ese era la argumentación que hacía servir para convencernos del motivo por el que pagábamos más. Nunca le habíamos prestado una atención especial ya que el embalaje correspondía a la marca habitual y no entrábamos a valorar los detalles de la letra pequeña. Llevábamos cinco años trabajando con ellos y el servicio siempre había sido impecable. Le llamamos.
Hemos tenido graves problemas para conseguir calamar del norte. Del norte, norte, quiero decir, de por allí por Canadá, más o menos. Vamos de donde siempre. Seguramente por lo del cambio climático, ve tú a saber, o por los americanos, que están metidos en todos los fregaos. Nos llegan noticias de que están en unas prospecciones petroleras y que están causando un trasiego de la pesca que no veas tú. Creo que los canadienses la van a montar. Dicen que se va a montar una guerra más grande que la del fletán”.
Nos dijo y se quedó tan tranquilo. Prosiguió.
El caso es que me he hecho con un lote de las Malvinas. ¡Qué aguas tú! Estos ingleses no son tontos, no. Es tan bueno que nos lo quitan de las manos. Los del Parrefur, los del Tajo Británico y los del Pidel, todos los quieren. ¡Y yo que nunca los había traído de allí! Tranquilos, que no pasa nada, eh, que para vosotros siempre tengo”.
Ahí quedó la cosa. Pasaron varias semanas y empezamos a recibir los resultados de los diferentes envíos que habíamos hecho, a medio mundo, del material biológico.
Microbiología, pssst, sin crecimientos raros, lo normal y esperable.
Histología del cerebro, vaya, como se esperaba, sin evidencias de nada anómalo.
Histología de los diferentes órganos, bueno, lo suyo. Algo había, pero nada que no hubiéramos visto antes en peces sanos.
Muestras de agua, no para beber, pero sin novedad.
Análisis de sangre, todo negativo y en los niveles corrientes, incluyendo el hematocrito. Eso sí, el colesterol bajo. Que comer pescado es muy sano.
El pienso, el mejor del mercado, pata negra.
Los calamares, ay, los calamares. Elevados y anómalos niveles de biotoxinas paralizantes. ¿Qué, qué, queeee…? ¿Cómo? ¿Pero qué es esto? Cagondiós.
Tuuuuut…, tuuuuut…, tuuuuut…, tuuuuut…
¿? Karl Hamar al habla. ¿Diga?
Respondieron desde el organismo de investigación. Acabábamos de contactar con uno de los mayores expertos internacionales en pesquerías de calamar, asesor de la FAO, del Ministerio y de la flota española. Posiblemente era el encargado de comprar los ingredientes para hacer la paella los domingos. Si en algún lugar sabían algo y si había alguien que supiera cualquier cosa al respecto era ahí. El crisol de la ciencia española, del calamar, claro.
¿Cómo? ¿Qué si entendemos de calamares? Pero… Hombre… ¿Acaso no sabe a dónde llama? Vale, vale. Nada, perdonado, es que hay cada uno… Si yo le contase. Sí, el nombre, si. Ya ve, cosas del mestizaje. Claro, claro. ¿Bien?
Continuamos con la conversación.
¿Cómo? ¿Calamares? ¿Intoxicación? Hum. Sí. Ya, ya veo. No, no somos conscientes de ningún episodio de intoxicación por consumo de calamar. No. No. No. ¡Que noooo! Ni ahora ni en los últimos 20 años. Claro, claro, lo entiendo pero… Ajá, ajá. Sí. Sí. Ufff. Vaya, vaya, vaya. Tremendo. Sí. Sí. Pues… Biotoxinas. Ajá. Ya veo, ya. Haber, déjeme pensar… ¡Sebas…!
Pasaron unos segundos.
Deben darse muchas circunstancias para que esto pase. ¿Qué? ¿Cuáles? Veamos, primero que se hayan pescado en el hemisferio sur y que coincidiese con una marea roja o similar, que hayan estado mucho tiempo almacenados y que sea difícil identificar el momento exacto de la pesca. Hum… ¿Trazabilidad? ¿Cómo? Es cierto que hay trazabilidad, pero si yo os contase las vueltas que dan hasta llegar a nuestro plato. Y luego están estos del Parrefur. ¡Sebas, echa un ojo, coño, que se van a pasar esos viales!
Otro par de segundos esperando.
Perdón, es que estos becarios. ¿Cómo? Sí… pero. Que sí… pero. Bueno, depende. Normalmente se hacen análisis diversos y raramente de toxinas, es que estas se pierden en la sartén… ¿Sabe? Ya, ya, pero… Uf, tendrían que darse todas una serie de condicionantes, vamos a ver, por ejemplo que se hayan destinado a consumo enteros, sin procesar ni eviscerar y que se hayan ingerido a su vez enteros y crudos. Bah, pero eso sólo lo hacen los peces. Ah y esto nunca ha pasado, que yo sepa, claro. Espera, ¡Sebas…! ¿Tú sabes si lo del 78…?
Tuuuut, tuuut, tuut, tut.
Pues sí, el “síndrome del puto calamar” existe.

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