Revista Cultura y Ocio

El síndrome Nicolas Cage

Por Calvodemora
El síndrome Nicolas Cage
  No sé si hay variantes softcore de la alta novelística rusa del siglo XIX. Como no tengo tiempo ni ganas de perderme en el corazón del hombre, busco enconadamente (de verdad que anoche le dediqué un buen rato a buscar en las gacetillas culturales una pastillita que me aliviara el destrozo) un libro o un cómic o una película que me cuente, a su modo, sin la hondura de los clásicos, la verdad de la condición humana. Ya meditos en faena, me valdría un documental, una brizna de didáctica, un sencillo resumen de las cosas que pasaron y de cómo acabó todo. Todo ha venido por la visión (musicalmente agotadora) de la última película de Tom Hooper, Los miserables. Salí con ganas de meterme el tocho, ganas que no dismimuyeron cuando cogí una edición antigua, de minúscula y bizarra letra, que ocupaba desde que me mudé un pequeño lugar en la balda más alta del mueble en donde (de momento, hasta que revienten las escuadras) alojo mis libros. Me descorazoné cuando comprendí que necesitaría un mes para llegar a la misma conclusión que ya tenía. Avergonzado por blandir un argumento tan infame (la cultura es la cultura, los clásicos son los clásicos) reinicié la lectura hasta digamos la parte en la que Víctor Hugo relata cómo Jean Valjean entra en la cámara del obispo, que duerme un sueño que, a decir del autor, contempla cielos misteriosos. En esa página 97 de la edición que Orbis publicó en 1982 no había sentido de verdad la punzada de la trascendencia. Estaba contemplando una escena en la que se discernía la naturaleza delictiva (o no) del presidiario Valjean. Lo estaba haciendo en mi cama, entrando con muchísimo gozo en un sueño, quizá menos vivido que el del obispo, pero igual de reparador. A diferencia del creyente, la entrevela del descreído apenas se cuestiona altas razones metafísicas. Pienso en si he pasado un buen día, si ha habido algún momento de especial júbilo en su decurso, si hay algo a lo que deba prestar una atención o un desempeño más intenso en el día venidero o si, en última instancia, he molestado a alguien o alguien me ha molestado a mí. Y razono que está bien perderse así en las brumas del sueño. Limpio en la conciencia, incapaz de desear mal a nadie o convencido (quizá falazmente) de que nadie me desea mal alguno a mí. Por eso le doy tantas vueltas a perderme en el corazón del hombre, en volver a los clásicos, en los que bebí de joven y a los que acudí después, pero con quienes no deseo trato ahora. De acuerdo, soy un cobarde, me he convertido en lo que siempre rechacé, un consumidor de cultura rápida, uno que se pirra por la última peli de Michael Bay y no se molesta en rever (ay) la filmografía completa de Bergman, un desgraciado engolosinado por los blockbusters y por los bestsellers, ya ven, palabras inglesas que, en muy resumidas cuentas, explican el triste destino de la raza humana, encarnada en mí como pequeño (a pesar de mis kilos) icono de su decadencia. Tengo amigos que pensarán que desvarío o que hago una sencilla gracieta bloguera de viernes (hoy que no tengo el cuerpo muy católico y he decidido no irme de bares y refugiarme en la mesa camilla, en el brasero y en lo que echen en el plus) pero sé bien que se equivocan. Que ya no soy el voraz lector de antaño o, en todo caso, lo soy de un modo precario, de poca exigencia, contento con la banalidad, como Nicolas Cage. Soy una especie de Nicolas Cage doméstico. Después de la alta y maciza literatura, allá en mis baldas de más difícil acceso, he bajado a la periferia, al zapping libresco, a olisquear aquí y allá, sin entrar a fondo en nada, como ensimismado en mi abandono, limpio de culpa, consciente de que en cualquier momento, espoleado por quién sabe qué arcana resorte, invisible ahora, volveré a la espesa estepa rusa, al alma de la estepa, a todas esas formidables pinturas de la condición humana. De momento, a la espera del numen, merodeo obras menores, historia de un fuste narrativo menor, grandes éxitos de las estanterías más visitadas del Corte Inglés. Mañana o pasado mañana o la semana que viene, me dejo engolosinar (ay cómo me gusta este verbo) otra vez por las cimas del talento. Espero que este enfangamiento no me afecte. Pido aquí que se me conceda la gracia de la resurrección. A Nicolas Cage, a lo visto, se le resiste. De lo único a lo que me resisto fieramente (como dice mi amigo K.) es a admitir públicamente que me está gustando Paulo Coelho. En esta desnuda evidencia de mis vicios, el amigo avisado, el que me trata y al que confío mis más hondas cuitas, sabrá si hablo en serio o estoy desbarrando. Ni yo a esta altura lo tengo más o menos claro. Ahora, discúlpenme, voy a ver si pillo el argumento de lo que echen en el plus. Total, seguro que no es nada del otro mundo.

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