El 26 de diciembre de 2013, el primer ministro japonés Shinzo Abe visitaba el Santuario Yasukuni, situado en pleno centro de la antigua Tokio, y al igual que había ocurrido con todas las visitas anteriores de primeros ministros al comentado santuario, las protestas desde Pekín y Seúl no tardaron en llegar. El motivo principal de esta reacción en los gobiernos de China y Corea del Sur no es otro que la veneración que allí se hace de todos los militares nipones caídos en guerras que Japón ha librado desde la Revolución Meiji de 1868. En total, 2,5 millones de nombres se recuerdan allí, incluyendo 14 criminales de guerra de alto rango que acabaron siendo declarados culpables por el tribunal que los Aliados organizaron después de la guerra por delitos tan variopintos como el genocidio, la experimentación con seres humanos, tortura a prisioneros de guerra o el uso de armas químicas y bacteriológicas. Así pues, los respetos presentados por Shinzo Abe resultaban inaceptables para chinos y coreanos, dos de los países que habían sufrido con mayor rigor las tropelías niponas en su expansión por Asia.
Además, para esta visita concreta, las quejas de los vecinos de Japón fueron más sonoras. Al ya marcado simbolismo que este santuario presenta – cuyo revisionismo histórico es nulo – para el nacionalismo pasado y presente japonés, con esta visita se confirmaban los peores temores chinos y surcoreanos: las intenciones de Abe de sacar a Japón de la neutralidad y el pacifismo constitucional que imperan en el país desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Así, Japón da el paso que llevaba años meditando y tanteando. En plena efervescencia nacionalista asiática; con China en su inexorable avance económico y militar; la permanente tensión en las dos Coreas; el ascenso de potencias medias como Vietnam e Indonesia o la inestabilidad provocada en el sudeste asiático por sucesos como el golpe de estado en Tailandia en mayo de 2014 o los conflictos que tensan la cuerda en el Mar de China, desde Tokio por fin se han decidido a reclamar para sí y de manera plena su espacio como potencia regional. Sin embargo, y al contrario que sus vecinos chinos, ellos no pueden imponerse por la vía económica, al ralentí desde 1997. Tampoco pueden echar mano de su principal aliado, situado al otro extremo del Pacífico y que vuelve a estar empantanado en Oriente Medio cuando iba a reposicionarse hacia el este y el sudeste asiático. Así pues, Japón ha considerado que necesitan de todo su potencial económico, político y militar para jugarse esa última carta y así no quedar relegado por los vecinos al simple recuerdo de lo que en su día fue el “milagro japonés”.
El lastre del pasado
Nadie en Asia quiere oir hablar del imperialismo japonés. Desde Corea hasta el este de la India, el continente sufrió en las primeras décadas del siglo XX el expansionismo de Japón, motivado por el enorme salto cualitativo que dio el país tras la Revolución Meiji, momento en el que pasó de ser un estado autárquico y de configuración medieval a convertirse en una potencia industrial y militar en poco más de treinta años.
Taiwan fue el primer territorio en formar parte de ese nuevo Japón en 1895. A la isla le seguiría la expansión por Corea; la guerra ruso-japonesa de 1905, que se saldó con una notable victoria nipona y las islas pertenecientes a Alemania en el Pacífico, anexionadas por Japón durante la Primera Guerra Mundial. En 1931 le tocaría el turno a Manchuria, arrebatada a China y convertida en el estado títere de Manchukúo, dependiente de Tokio. Seis años más tarde Japón se decidiría finalmente a abordar su mayor presa, la China del Kuomintang, comenzando una guerra que luego se enmarcaría dentro de la Segunda Guerra Mundial. Esta fue la expansión japonesa contra sus vecinos asiáticos más próximos, ya que en los años siguientes también tuvo tentativas de expandirse a costa de la URSS en un breve pero intenso conflicto armado que no fue a más pero que tuvo fuertes repercusiones en la política japonesa hasta 1945.
El resto del expansionismo japonés una vez había estallado la guerra en Europa ya es más conocido. Indochina, Indonesia, Filipinas, Malasia o Birmania fueron los primeros objetivos nipones en el sudeste asiático ante una escasa resistencia de las potencias coloniales – Gran Bretaña y Holanda principalmente – y el apoyo de los incipientes movimientos nacionalistas del sudeste asiático, que veían en Japón el poder que les libraría del colonialismo europeo. Así, en esta región del continente asiático, la expansión nipona no está tan mal vista como en los vecinos más cercanos, ya que de alguna manera Japón facilitó – tanto al llegar y echar a los europeos como al salir y permitir el vacío de poder – la posterior independencia de estos países.
Después llegaría el ataque a Pearl Harbor y la sucesión de carnicerías que caracterizaron la guerra entre Estados Unidos y Japón en el Pacífico. A pesar de que la mayoría de bajas japonesas se produjeron por enfermedad o hambre, defendieron cada isla y atolón de manera férrea, desde Guadalcanal a Okinawa. Finalmente, la guerra se zanjaría con una demostración de fuerza norteamericana que Little Boy y Fat Man se encargaron de ejecutar en Hiroshima y Nagasaki.
La suerte del país nipón sería similar a la que corrió Alemania una vez derrotada. Con la intención de que no cayese bajo la órbita soviética como consecuencia del desmantelamiento de las estructuras económica y política, Japón fue primero tutelado por los norteamericanos para, una vez estabilizado, pasar a ser una pieza aliada en el juego geopolítico estadounidense de la Guerra Fría. Se empezó desmitificando la figura del Emperador – la primera vez que los japoneses escucharon su voz fue en el discurso radiofónico para anunciar la rendición del país –, aunque se mantuvo para mantener cierta cohesión social y política; se juzgó y ejecutó a los mayores criminales de guerra; se le impuso una nueva constitución en 1947 que asentaba en el país los principios democráticos y estructuraba los poderes de una manera similar a una monarquía parlamentaria europea, además de renunciar en su noveno artículo a emplear la fuerza militar, un asunto que quedaría totalmente resuelto en 1951 cuando firmó con Estados Unidos un acuerdo de defensa mutua y empezó a desarrollar las Fuerzas Armadas de Autodefensa. Por tanto, sólo seis años después de su derrota en la guerra, Japón quedaba reconfigurado como un país democrático y atado de manos en el aspecto militar aunque bajo el paraguas norteamericano, país al que cedió numerosas instalaciones y zonas, incluyendo de manera tácita la isla de Okinawa, para establecer bases militares.
‘Abenomics’ militares
Después del “milagro japonés” que sucedió a la guerra y mediante el cual el país creció a una media del 7% entre los años cincuenta y setenta, su sistema económico empezó a ralentizarse y a volverse más artificial y financiero. En los años noventa comprobó con el estallido de la burbuja de los precios del suelo cómo se difuminaba el esfuerzo de posguerra. A pesar de ello, lleva dos décadas aguantando a duras penas, intentando reanimar el sistema económico a base de exportaciones tecnológicas que sus vecinos chinos y coreanos ya producen más baratas, con un crecimiento frágil, tratando de esquivar la temida deflación y con una creciente población envejecida – y la natalidad desplomada – que amenaza con volver totalmente insostenible la economía del país y su estado de bienestar.
Cuando el conservador Shinzo Abe, del Partido Liberal Demócrata (PLD), llega al poder en septiembre de 2012, propone revertir esta situación. En un mes plantea toda una batería de reformas económicas para volver más competitiva la economía nipona y relanzar así el país. Dos años después, parece que estas medidas han dado un poco de oxígeno a Japón, sin embargo, Shinzo Abe pretende también romper con la línea por la que Japón sólo pueda destacar en lo económico. La cabeza del PLD parece haber entendido que el potencial de un país en Asia-Pacífico sólo se puede desplegar en su totalidad cuando se tienen dos manos con las que trabajar, no una libre y muy productiva – la económica – y otra literalmente atada – la militar –. Es por ello que en la sugerida vuelta de Japón al tablero regional como potencia ha de realizarse reestructurando notablemente el país. Mientras China o Vietnam desarrollan fuertes programas de defensa, Japón ha de mantenerse, obligado por la Constitución, a la defensiva, esperando que algo pase. En un contexto regional en el que saber posicionarse antes que el rival es fundamental, Tokio llega siempre el último y sólo si le llaman.
Por tanto, es deseo del mandatario japonés ir girando poco a poco al país hasta que sus capacidades sean las mismas que las de los vecinos. En la actualidad, cambiar el artículo 9 de la Constitución, el que establece el carácter pacifista y defensivo del país y sus fuerzas armadas, es prácticamente imposible por necesitar de dos aprobaciones en las cámaras por mayoría cualificada mas otra victoria en un referéndum. Ninguna de las tres votaciones las podría pasar a día de hoy sin una feroz batalla política. Así, la solución es reinterpretar la Constitución. Es la fórmula japonesa por defecto: al tener un coste tan alto cambiarla por la vía legislativa, se reinterpreta, permitiendo una solución de mínimos al cambio deseado. En este sentido, entender de otra manera lo que quiere decir la Constitución japonesa en ese artículo sería una revolución en la política exterior del país – o al menos dejaría la puerta abierta para ello –. Con las expectativas puestas en facilitar ese cambio, las intenciones de Abe giran en torno a cuatro puntos: relanzar el gasto en defensa, anclado por debajo del 1% del PIB durante muchos años; operatividad de las tropas japonesas en misiones en el exterior, caso de operaciones auspiciadas por la ONU; poder reconvertir al ya potente pero defensivo ejército nipón en uno con cierta capacidad ofensiva y relajar las limitaciones a las exportaciones de armas.
Las pretensiones no avanzan hacia un nuevo imperialismo japonés ni hacia una ofensiva desde Tokio por la vía militar. Simplemente, la cada vez más inestable situación en Asia hace que Japón se replantee sus posibilidades. Cualquier país que pretenda ser una potencia regional ha de ser capaz de coartar las pretensiones de otros países. China es vista actualmente como el gran enemigo; Japón, sin embargo, podría ser visto como ese contrapeso necesario para calmar las aguas del sudeste asiático.
En este giro geopolítico, el gobierno japonés tampoco plantea excesivas variaciones con otro aspecto fundamental de la situación militar japonesa en las últimas décadas: su relación con Estados Unidos. El anterior primer ministro a Shinzo Abe, Yukio Hatoyama, dimitió en 2010 tras prometer e insistir con un asunto intocable en las relaciones entre EEUU y Japón como son las instalaciones norteamericanas en la isla de Okinawa. El expresidente abanderó la iniciativa para trasladarlas a otra zona del país, algo a lo que se negaron al otro lado del Pacífico, por lo que la campaña se volvió contra él. Abe ha aprendido de su predecesor, y aunque ha conseguido llegar a ciertos acuerdos respecto a la inactiva base de Futenma, ha procurado no enfadar a Washington. No hay que olvidar que cerca de 40.000 militares estadounidenses están destacados en Japón, de los cuales unos 26.000 se encuentran en la isla de Okinawa. Así pues, Abe busca el punto medio en las relaciones militares con Estados Unidos. Desea que Japón deje de ser un puesto de avanzada estadounidense en el Pacífico, pero también desea que las relaciones de cooperación y sobre todo, de defensa mutua, se mantengan. Cierta autonomía pero respetando los intereses norteamericanos en la zona. Una difícil combinación.
Dentro del propio país, el debate respecto a esteasunto es muy intenso. Una notable proporción delos japoneses sigue apoyando el pacifismo tradicional del país. Ven este giro como el paso previo a una posible escalada militarista en Asia con su país y China como protagonistas. Algo similar, solo que desde otra óptica, ven los crecientes sectores favorables a la reforma, cada vez más marcados por la ola nacionalista que recorre la región. Exigen reacciones frente a China, imparable económicamente y con tremendas ambiciones militares – especialmente navales –, cuya expansión no pueden controlar ni parar.
Cambio en la balanza regional
El nombre de Fuerzas de Autodefensa de Japón no debe llegar a engaño. Numéricamente no son demasiados efectivos – unos 250.000 para un país de 127 millones de habitantes –, pero su capacidad técnica es espectacular. Siendo claros, el japonés es el mejor ejército de Asia. Sin embargo, y de ahí los miedos nipones, la ascendencia del presupuesto de defensa chino y las modernizaciones militares que este país está acometiendo podría hacer que el primer puesto estuviese pronto disputado. Japón no tiene muchos años de margen si desea mantener el nivel de sus ejércitos a la cabeza en la región.
No cabe duda de que si la política japonesa oscilase en la manera que Abe pretende, el contexto regional cambiaría notablemente. En primer lugar, China debería empezar a reconsiderar sus pasos – y paseos – por el sudeste asiático y el Índico. Quizás tendría que rediseñar su “Collar de perlas” para ya no sólo contener a Vietnam, India o EEUU, sino que debería articular una política más contundente respecto con Japón, mucho más allá de los roces surgidos en las Senkaku. Es más, en estos años se ha empezado a vislumbrar una más que probable carrera de armamentos entre ambas potencias. China invierte gigantescas cantidades de dinero en ampliar sus ejércitos cuantitativa y cualitativamente mientras Japón estira el presupuesto de defensa para dotarse de los últimos avances en armamento. En los años sucesivos el pulso irá a más si China no relaja su excesivamente agresiva política exterior en la región y si Japón insiste en igualar las apuestas de su rival.
La problemática japonesa con la vecindad no se circunscribe sólo a China. Sus vecinos coreanos también son una fuente de preocupación para los sucesivos gobiernos en Tokio. Los surcoreanos, rivales económicos directos, cada vez tienen menos estatus de potencia emergente y más de potencia consolidada. A nivel productivo, logístico y comercial tienen poco que envidiar a Japón. Sin embargo, su delicada posición geográfica hace que les cueste desplegar las alas. La otra Corea, gobernada por Kim Jong Un, despierta los recelos en toda la región por su programa nuclear y por vivir permanentemente con el cuchillo ente los dientes. Además de los siempre controvertidos ensayos de misiles, escaladas de tensión con su vecino del sur cada cierto tiempo, como el hundimiento de una corbeta surcoreana en mayo de 2010 o el bombardeo de una isla fronteriza seis meses después, hace que toda la región se prepare para lo peor.
Pero las repercusiones no acaban ahí. Rusia también se vería afectada. A pesar de su fuerte posición en Europa en los últimos años, el país más grande del mundo también se ha reposicionado hacia Asia-Pacífico. Tras la Flota del Norte, con base en Murmansk, la del Pacífico es la más importante de la armada rusa, ya que su principal base, Vladivostok, se encuentra en una posición privilegiada para desplegarse en la región. Tampoco debemos olvidar que Japón y Rusia mantienen una fuerte disputa sobre las islas Kuriles, situadas al noreste de Japón. A pesar del contencioso sobre las cuatro islas, el gobierno japonés gasta anualmente grandes sumas de dinero en propaganda en los comentados territorios insulares, con la esperanza que de manera interna, las por ahora islas rusas presionen a Moscú para integrarse en Japón. Sin embargo, la posición rusa es firme: no habrá devolución y la única vía de salida es aceptar el plan de 1956, por el que dos islas de las cuatro en liza volverían a soberanía japonesa. Para remarcar esta postura, no es extraño que los ejércitos rusos realicen maniobras en la zona, algo que irrita profundamente a los japoneses y siempre despierta protestas. En Tokio lo tienen claro: o todas o ninguna.
Situación de seguridad en Asia-Pacífico. Fuente: Le Monde DiplomatiqueIncluso para Estados Unidos, que Japón se replantee su papel internacional también tendría profundas consecuencias. Hasta ahora, el país nipón era una pieza importante en el entramado de defensa colectiva estadounidense. En Asia-Pacífico es su puesto de avanzada y su trampolín operativo junto con la base de Guam. Japón no pretende romper esa relación, pero una mayor operatividad militar japonesa podría desplazar la influencia norteamericana en la zona, aunque también podría otorgarle mayor tranquilidad a Washington si, manteniendo los acuerdos defensivos, Japón salvaguardase, total o parcialmente, los intereses estadounidenses en la región con su propio ejército y de manera autónoma. Hasta ahora, Japón se comprometía a sufragar los gastos del numeroso destacamento norteamericano en su país, pero es deseo del país que Estados Unidos acepte o una retirada parcial de efectivos, lo que redundaría en mayor poder del ejército japonés o dejar de costear la permanencia del protector norteamericano.
Sea como fuere, Japón todavía tiene un largo camino por recorrer. Su mayor preocupación actual, y no es para menos, es la mala y crónica situación económica que arrastra y a la que no consigue dar salida. Ahora está probando mediante las políticas de Abe otra manera de salir de la espiral negativa. De lo que no cabe duda, y viene a ser una máxima de las relaciones internacionales, es que sin una política/situación interna estable, es imposible hacer una política exterior efectiva e igualmente provechosa. Veremos si Japón lo consigue.